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El sol me molestó en los párpados. Apretarlos con fuerza no alcazaba. Era pleno septiembre pero sospechosamente el día estaba muy claro y despejado. Me levanté de súbito, asustado, porque creí que era el mediodía. Miré el reloj. Con alivio supe que era temprano aún. Haberme movido de esa manera me hizo oír que algo había caído al suelo. Era la fotografía que me había mandado Dolores. Me había dormido mirándola. Pensé con alarma que Ana María pudo haber entrado, ya que ella tenía una copia de las llaves, y verme con la fotografía sobre el pecho. Aquello hubiese sido catastrófico. Pero, ¿y si había entrado y no me había dado cuenta? La primera impresión fue de no sentirlo probable; hubiese oído el portazo, o algún ruido. Pero, ¿si no había hecho ruidos? El pensamiento me inquietó. Decidí olvidarlo. Si había sido así, ella me lo haría saber con su temperamento o con palabras. O al menos eso creía. Yo opté por no estar indagando, dado que era más arriesgado, más sospechoso el manifestar recelo.

Según lo que recuerdo de aquel día, me dirigí nuevamente a las oficinas de Diagonal Norte. Seguiría con la rutina de siempre.

Los días continuaron de aquella manera. Yo me preguntaba si Dolores —si era Dolores— sabía que yo estaba en un noviazgo. Yo no había mencionado nada, por supuesto.

Seguimos, preferentemente, con la correspondencia manuscrita; muy pocas veces (en verdad que fueron pocas) nos llamamos por teléfono. Por ende, como ya ha sido mencionado, la interacción desplazada, no en tiempo real, siempre me generó y me generaría desconfianza.

La retención inmutable de mi concepto sobre la mujer Dolores García del Gran Buenos Aires, no tuvo lugar. Era inevitable que yo reflexionara siquiera un poco para que se desfigurara mi hipótesis sobre su inequívoca existencia en una refutación. Eran lapsos donde la creía totalmente verdadera sin lugar a dudas, pero instantes posteriores, la creía totalmente falsa e impostora. Nada era constante; fui discurriendo de un extremo al otro de los argumentos. Porque ¡los dos argumentos eran sólidos! Muchos factores la hacían una persona de carne y hueso; la hacían quien decía ser. Otros muchos factores, por el contrario, me hacían víctima de una burla encarnizada y cruel. Me exoneraba, eventualmente, de la humillación de ser de quien se estaba burlando aquella persona; y a veces, me sentía solo un mártir.

Dictámenes más extravagantes y elaborados se me presentaban con ánimo de incluirlos a los argumentos. Yo buscaba un porqué. Cualquier persona que se hubiese encontrado en mi situación lo hubiese buscado. ¿Por qué no nos habíamos conocido aún? ¿Porque ella no existía o porque en verdad tenía miedo? Muchas veces me había preguntado si Dolores no sería el alter ego de Ana María. ¿Me podría haber hecho eso Ana María? ¿Ana María sería en realidad Dolores? ¿Ella me había mandado todas esas cartas para vigilar si yo le era fiel? Algunas cosas las sentía factibles para con el argumento. Nos habíamos conocido demasiado rápido. ¿Había ella planeado la construcción de un personaje para que yo concurriera al edificio del Registro Nacional de las Personas? ¿Había ella escrito todas esas obscenidades para examinar mi lealtad hacia ella? No tenía sentido. La correspondencia se había prolongado demasiado en el tiempo, había comenzado mucho antes de siquiera pensar en recurrir a los archivos del Registro. Pero, por otro lado, supuse que ella en verdad existía como Dolores García. Bien. Entonces ¿por qué no nos conocíamos? Ella siempre, si no era que rehuía adrede mis proposiciones, argüía que necesitaba su momento indicado para llevar a cabo el encuentro. Pero había transcurrido demasiado tiempo. El tiempo suficiente como para que quien se estuviese burlando de mí, se hartara. Había transcurrido también el tiempo suficiente como para que la intriga le trabajara de modo que quemara su miedo a mi rechazo.

No pocas veces me había comentado: "Vos no me vas a querer", "No soy lo suficientemente buena para vos" y muchas más perniciosas visiones sobre ella. Intenté la suposición, de otro modo, que Dolores García existía como Dolores García, pero que deliberadamente necesitaba mantener esta mentira por diversión. Por otro lado, supuse que Dolores García existía como Dolores García, pero que no era como había dicho ser: era una mujer con otro rostro y con otros gustos y todo fingido para agradarme a mí. Supuse, por otro lado, que esa persona, quien sea, era inválida; que estaba postrada en una cama y que tenía un secuaz que examinaba mis movimientos en el día a día y luego se los comunicaba a la perpetradora. Todo para crear, mediante escrito, la idónea figura que me haría enamorarme despiadadamente de ella; la idónea figura que me haría perder cualquier estribo. Y ¿para qué podría llevar a cabo aquella extravagante empresa? Para tener un contacto con el mundo y con el amor. Su condición de inválida le impedía mucho cariño y ella, al crear semejante mujer como Dolores, me había atrapado en su prisión: la torre donde Segismundo yacía, cuyas paredes impelían el conocimiento de la realidad. Aquella configuración de hechos y personajes ficticios que había tramado esa persona, me había aprisionado.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now