29

1 0 0
                                    

Entonces Ana María se había alejado y yo había quedado cubierto por una soledad infinita. Por supuesto que me sentí apenado, pues sentí que yo había sido el motivo del distanciamiento. Y en efecto lo era. Pero me lastimó de una manera inquietante entender que yo me sentía más apenado por ser el culpable de la situación, que por haberle roto el corazón a Ana María. Sin embargo, aún sentía una consistente esperanza sobre ella. Juzgué que un día volvería; esa convicción intentaba ser inexorable. Juzgué que volvería como ya lo había hecho alguna vez. Era como comprender el futuro con todos sus más ignotos matices. Incluso esa certeza en el pecho mío latía con más esperanza que la credulidad de creer que Teresa volvería: Teresa no iba a volver nunca jamás y yo lo podía discernir. Pero yo no sé si trataba de considerarlo así para sanar mi ardua soledad.

Con estos sentimientos y anhelos estaba disuelta toda mi vida. Visitaba poco a mi padre, y a mi madre también; hacía tiempo que no sabía nada de Úrsula; a Emilio lo cruzaba cada tanto, cuando podía. Él era el único con el cual llegué a confesar todo. Se me habían alejado muchas cosas. Habían transmutado otras tantas, como aquella época en que hube de decidir entre el desarraigo de mi padre y mi futuro.

A veces creo que nunca tuve que haber tomado la dedición, aunque me duela, de parapetarme de la lluvia esa tarde en Rodríguez Peña. Pero al fin todo era superfluo; mis deseos y mis experiencias como alguien se me habían desintegrado en un mar turbio cuya marea se retiraba para siempre. En esta decadencia sentimental me llegó el infausto momento. El momento preciso e irrevocable que concluyó mi vida por completo. Yo fallecí definitivamente.

Aquel día lo recuerdo con exactitud abrumadora, porque uno luego lo repasa en la memoria una y otra vez para examinar qué cosas pudo haber hecho de otra manera, qué cosas fueron las que condenaron para siempre la dicha. Y el dolor me hace referirlo así.

Un domingo destemplado de abril nos reunimos Emilio, Nuño y yo en Plaza Almagro. Nos acercamos al banco que siempre nos reservaba el espacio, pero ese día, justo ese día, había gente ocupándolo. Buscamos otro.

Nuño y Emilio se habían hecho amigos gracias a mí; también Figueroa había trabado amistad con Emilio, pero aquel día debía salir con su esposa y sus hijas. Al conseguir otro banco en la plaza, nos sentamos. Yo retomé el tema que habían interrumpido los comentarios de Nuño sobre el banco ocupado; lo retomé mientras distendía mi exhausto cuerpo. Ese tema era Ana María. Exactamente no recuerdo qué les estaba mencionando, pero sí recuerdo algo sobre una pulsera que no se había llevado de mi departamento. Nuño no conocía a Ana María, solo de nombre. Nunca la había visto. A decir verdad sabía poco de mi vida. Nunca supo sobre mi correspondencia con una mujer que logré conocer. El único que sabía la historia era Emilio, y conocía mi necesidad de reservar ese tema. Era muy particular y doloroso para mí.

En fin, seguí hablando también de mi certeza sobre la reaparición de Ana María. Emilio siempre me dijo que gesticulé mucho con las manos al hablar; me lo hizo notar en ese momento. Nuño coincidió asintiendo. Éste último agregó —esto no lo olvido más—: "Vos sos 'Lito', no 'Tano'".

En eso se desviaron los temas sobre Ana María. No quise seguir incurriendo en sensiblerías. Ya era de hartar. Hubiese continuado, creo, de no ser por Nuño. Uno sabe que un solo miembro de una conversación puede ser la causa de que algunos temas ejerzan cierto hastío. Dejé ahí de merodear con eso. Yo estaba allí para despejarme y reírme rodeado de amigos. Al fin y al cabo, no necesitaba ser el centro de atención de nada.

Nuño contó cómo se había encontrado un día, en el Hipódromo de Palermo, al hijo de un famoso que yo no conocía. Siguieron, sin mi intromisión, con el debate sobre ese hombre que no sé de dónde era.

Más tarde Emilio decidió regresar a su casa. Nuño y yo lo acompañamos.

Conversamos, en ese trayecto, de lo que había comentado Figueroa cierto día sobre un restaurante cerca de Avenida Boedo. ¡Cómo te hubiese abrazado, querido Emilio, si sabía que aquel sería el último día que te vería! ¡Cómo hubiese querido despedirme de vos como tu cálida y grata amistad lo merecía! Pero, Emilio, Emilio Rivarola, yo no sabía que pasaría eso, lo juro. Aunque nunca ya llegues a oírme, ¡gracias por haberme enseñado tantas cosas de la vida y de la amistad! ¡Te recuerdo con mucho afecto, Emilio!

Lo triste de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora