"SEGUNDA REVISIÓN SENTIMENTAL" - 28

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De muchas cosas han transcurrido diez años. Indudablemente ha tenido lugar ese día con sus acaecidos elementos, con su exacta precisión que ninguna memoria puede abordar por completo; uno vive un módico mundo de simplificaciones que, de tanto en tanto, deben agradarnos. Es tan singular vivir, que requiere de nosotros mismos casi constantemente. Nos concierne a tal punto que las experiencias del dolor concluyen en nuestra carne siendo intransmisibles, exclusivas. Todo dolor sentido no es más que nuestro, y desearía que aquello se tratara de un inocente mérito. Pero la adquisición de la responsabilidad nos deja opciones ante las desgracias.

En esas ocasiones uno se pregunta por qué le han sucedido esas injusticias; qué ha tenido de particular su interacción para con las cosas como para ser abatido despiadadamente de esa manera. Allí se engendra un sentido de la moral con castigos y recompensas. Con esos interrogantes sobre el bien y el mal, implicando al fomento de las mitologías, han nacido las doctrinas. La fe es un consuelo, un inmediato y factible consuelo. Pero yo, que sigo practicando el agnosticismo, no contengo ya ni la esperanza más humana. A mí de nada me sirve creer que puedo merecer el Paraíso o el Infierno, si he sufrido como nunca he sufrido en mi vida. Estas cosas me sucedieron en mi Buenos Aires; singladuras y singladuras de indómito océano nos vienen separando hace un tiempo. Y procederé a referir todo lo ocurrido, pues necesitará este sentimentalismo siquiera una concertación para que mi vida se justifique, al menos, como algo atroz.

Ya casi una semana me separa del evento y, dos días de ella, lo hacen de mi tierra.

Con Ana María vivimos, hasta el momento, un matrimonio considerablemente apacible. En verdad yo la quería mucho. Ella ha significado lo suficiente como para favorecer mi reconciliación con el mundo. Pero tuvieron su triste lugar no pocas ocasiones en que destruí su corazón sin haberlo querido. Cuánto lo siento, Ana, cuánto lo siento. Ella ha sido la única persona real.

Hubo cierto día en que no podía yo encontrar no sé qué cosa que necesitaba. La llamé desde mi habitación. Los tacos de sus zapatos evidenciaron un acercamiento tímido o decididamente conmocionado. En mi tarea de hurgar sin resultado se me colocó ella a mi lado; se sentó con levedad en la cama, como si estuviese helada. Yo me detuve en la faena; me detuve porque algo había ocurrido: ella aún no había pronunciado ninguna palabra. Apoyó sus manos en el rostro y murmuró casi de manera inaudible como si se tratara de un secreto: "Me dijiste Teresa". Yo palidecí. No me había dado cuenta en absoluto, no había sido esa mi intención. Comenzó a derramar algunas lágrimas sin sonido alguno, los ojos se le habían colmado de silenciosas lágrimas que buscaban su vestido. Se le terminó corriendo un poco el maquillaje. Bajaban unas líneas oscuras en sus rasgos como escoltando al prístino dolor. "Perdoname" atiné a decir. "No me di cuenta" agregué de veras acongojado. Me le acerqué y la abracé atrayéndola compasivamente a mi pecho.

Lo mencionado no fue todo. La incómoda coyuntura sucedió dos o tres veces más; a lo largo de los meses tuvieron su lugar.

Pedí mil perdones. Aún los sigo pidiendo en las noches de soledad. Su diligencia ha sido un don.

Pero aquellas serían esporádicas nimiedades en contraste con lo que ocurriría una inesperada noche de marzo. Esta ocasión constituiría el propósito conjunto de destruirnos sin contemplaciones. Así ocurrió esta adversa cuestión.

Yo había vuelto de algunas horas extra llevadas a cabo en La Caja. Eran alrededor de las seis de la tarde, seis y media. Introducir la llave en la cerradura no me vaticinaría nada de lo que me iba a suceder. Ana María ya se encontraba en la casa, pero no se había acercado a saludarme. Al entrar al comedor ella se encontraba de espaldas. Al oírme cerca, me rehuyó. Lo hizo de una manera tan sutil que no lo creí adrede. Para compensar mi vano trayecto, hice otra tarea. Me preparé un café y le pregunté si quería uno; se negó desde el comedor. Al entrar en el comedor con la tasa, ella fue a acomodar unas cosas a la habitación. Repitió esa sutilidad en la evasión y yo repetí mi credulidad. No tenía nada de significativo su accionar.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now