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Con el giro del picaporte y el oneroso despliegue de la puerta, mi madre salió. No me miró de inmediato. Su despedida del prestamista no fue muy entusiasmada. Seguía mirando el piso de madera; en un estado desorientado seguía encubriendo el desamparo. Antes de tener curiosidad por el rostro del prestamista, éste ya había cerrado la puerta. Desde que habíamos entrado, nadie había estado esperando. En un cartel que no había visto detrás del mostrador, habían cifras y montos e intereses que no entendí. Tal vez promocionaban rebajas.

Apenas pasamos la puerta de calle le pregunté qué había pasado:

—Nada. No lo pude conseguir —dijo más condescendiente de lo que especulé—. El interés es muy, muy, muy alto. No sé qué voy a hacer. Pero sin esa plata no puedo conseguir el abogado. Así que no sé. La verdad no sé.

Su docilidad me hizo pensar que tal vez eso era lo que quería de veras. Que las circunstancias no le permitieran ejercer el progreso suficiente para concluir en las instancias del divorcio. ¡Pero ello luego de haber adquirido el alivio del intento! El mero hecho de solo inferir que ella pudo haber inferido aquello, me confundió. Me alteró la percepción de sus emociones, de su propósito. Y así de los míos. Por otro lado, ¿era también lo que yo quería? ¿Quería que dos personas que al parecer ya no se necesitaban, estuvieran juntos a pesar de todo? Estremecía repentinamente pensar a mi familia de nuevo como una unidad, como un renovado apaciguamiento. Pero, en definitiva, no fue lo que manifestó mi madre al sentarnos a cenar alguna de esas noches. Tal comenzaba a ser mi exultación que no reparé en otras posibilidades, en que la vida no es siempre lo que esperamos que nos haga felices. En consecuencia, un egoísta e inmaduro odio visceral me dictó su deslealtad para con todo el resultado negativo de la negociación; es decir, sentí que ella debía hacer caso al destino y dejar de obstinadamente revelársele. Fue algo así lo que nos refirió:

—Escúchenme —comenzó cuando ya estábamos cenando—. El otro día fuimos con David a ver si podíamos pedir un préstamo para conseguir un abogado y fue imposible. Lo mismo de siempre. No se puede. Pero....pero no vamos a volver a estar juntos. Eso lo decidimos nosotros y es cosa de gente grande. Estamos tratando de perjudicarlos lo menos posible a ustedes. Entonces, como el divorcio no se puede hacer, vamos a vivir separados como vivimos hasta ahora, en este último tiempo.

Úrsula y Luis, como no habían entendido las desavenencias con el préstamo y el marco legal requerido en el divorcio (bueno, yo mucho que digamos tampoco), no ofrecieron ningún tipo de respuesta significativa o relevante que no pueda omitir. A mí, personalmente, se me desvaneció la esperanza que venía trabajando hacía días. Mi madre continuó:

—Él va a seguir viviendo allá y nosotros acá. Ustedes cuando quieren lo visitan o lo que sea. Bueno, creo que eso ya quedó claro hace un tiempo.

Incurrir, como en un principio, en la desdicha y la vileza de sentir que sus decisiones eran interminables infortunios para la integridad de sus hijos, me hizo meditar sobre el egoísmo que una persona puede acuñar en sus convicciones. En cierto punto, diré, desestabilizó lo que yo venía conceptualizando por correcto. Aquello me demacró. Pude haber estado toda mi vida equivocado si ahora criticaba uno de los ya erigidos pilares fundamentales que moldeaban mi sentido de lo objetivo y lo subjetivo. La retracción de mi egoísmo personal funcionó como una suerte de refutación.

Hubo algunos días en los que no estuve por lo de los Rivarola. Habrá sido una semana y media que no veía a Emilio, o un poco más. Entonces, en una tarde aún de invierno, me encaminé para Rodríguez Peña. Esto fue algunos días después de contarle sobre el divorcio.

Una vez allí, me lo encontré a don Pascual con su hijo menor. Me sorprendió no encontrar a Emilio en su horario habitual, en su día habitual.

—No, ya no está trabajando acá. Creí que él te había contado. Ahora está como supernumerario en el banco de La Caja. Está a prueba. Así va a tener que estar por unos seis meses más o menos —rió.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now