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Persistimos en la frecuencia de vernos. Apenas en la tercera cita concretamos el noviazgo. Con un fervor adolescente, transcurrimos siendo las dos personas más felices del mundo. No habrá método o concepto para poder explayar, o siquiera dilucidar, la indecible alegría que sentí en esos meses. La cuita de vivir en las desiertas mañanas se había disuelto. Mis características adoptaron otra gradación. Como si se tratara de un numen salvaguardándonos del caos que erigía el mundo, viví todos los meses siguientes. Ha sido, sin ningún error, la época más afortunada de mi vida. ¿Cómo describirla, si son cosas que se deben sentir de un modo físico, espiritual? No hay disponibles definiciones análogas que sepan ser válidas para semejantes comportamientos y virtudes. Uno no entiende la sensación provocada por el dominio húmedo y disuelto de algo hasta que sumerge las manos en el agua.

Por ende, así todo lo percibí. No existían lugares donde pudiera retomar la oscuridad de la desdicha. Aprendí muchas cosas de Teresa. Muchas. Me ha enseñado tanto, le debo tantas contemplaciones y gratitudes. Ella me ha instruido en todas las artes. Ha sido tan venerada por mis ojos. Todo en ella era la perfección. Las cosas, sin su presencia, adquirían una banalidad y una torpeza insoportables; necesitaba a Teresa para que aquellas cosas se justificaran mediante su tacto. Así, infería, eso tocado o señalado o pensado por ella, cobraba un espacio determinado y significativo en el universo: era útil pues había estado ya en posesión o alcance de ella. Ella lo había considerado y eso era una dulzura. Atesoraba un misterio y un solemne valor sentimental.

Aunque habíamos difundido entre nuestros respectivos amigos el noviazgo, quedamos en la clandestinidad a los ojos de sus padres. A pedido de ella, no quiso por el momento advertirles nuestra relación. Ella, me dijo, sabría el momento indicado en que podría referírselos.

Yo, por el contrario, la di a conocer a Emilio y a mi madre. Emilio, por su lado, se alegró por mí. Aunque yo le había comentado muy pocas cosas de mis aflicciones en el decurso de los tres años de correspondencia, tenía entendido mis temores. No tuve esa oportunidad ni con Alfredo, ni con Méndez, ni con Sonny Stábile; nunca más la tuve. Aunque la especulación de adivinar en la imaginación qué hubiesen opinado ellos sobre mi noviazgo era importante, no tuve nunca más la posibilidad de verlos. No tuve, incluso, la posibilidad de la reconciliación. Yo me había desquiciado por una vaga suposición, había cometido un hecho despreciable y tosco con ellos, y todo por una mujer; y ahora, yo sabía la verdad: la mujer existía. Pero no podía vedar al tiempo de su continuidad. El agravio había sucedido. En consecuencia, nunca más pude recuperar sus amistades. Años y años de amistad.

No intenté culpar a Teresa. El culpable era yo, pero los conocía y veía en el recuerdo los rostros de los tres apartándome de sus vidas. Yo no supe que sería para siempre. Para siempre duele mucho en algunos casos.

Me lo imaginaba al Sonny diciendo mientras se reía: "¿Te acordás cuando nos apaleaste porque creíste que Teresa éramos nosotros?". En la imaginación se llevaba la mano a la frente, un gesto muy suyo. Los demás con las manos en los bolsillos riéndose diligentemente y yo riendo y explicando todo de nuevo, algunas percepciones agregadas a la defensa. Recordé, en consecuencia, las charlas en una esquina de Avenida San Juan con los muchachos, cuando a Alfredo le agarraron los berretines de cantor ¡Cómo extraño esas amistades! ¡Éramos tan unidos! Pero las cosas se degradan en la vida. Como si todo tuviese su razón para separarse.

Con Teresa hemos recorrido mucho Buenos Aires. Nuestro predilecto lugar era el Cementerio de la Recoleta. En sus corredores caminábamos inspeccionando con curiosidad las puertas desvencijadas con sus vidrios rotos y abandonados. Una vez vimos, en un mausoleo casi derruido, un ataúd con la tapa abierta sobre un montón de escombros y polvo; se lograba descifrar solo un cráneo marrón con escasos mechones de pelo. ¿Cómo se iba a figurar aquella persona, en su juventud, que cierto día dos jóvenes verían sus restos putrefactos y denigrados? No sentí ningún hedor. La precisa forma del pasado constituía un cuerpo ya muerto y antiguo.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now