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Dolores:

Me decepcionaste, me decepcionaste. Pensé que podía contar con vos. Te esperé horas. ¿Creés que yo no tengo miedo de conocerte tanto como vos? ¿Por qué me hiciste eso? Estoy aterrado de que puedas conocerme en verdad y decepcionarte. Estoy aterrado, pero te quiero y elimino mis problemas con tal de verte. Decido perdonarte, pero no creo que pueda soportar otra vez eso. Espero tu respuesta.

Antes de cerrar el sobre, recordé lo que tenía pensado, que era escribirle mi número telefónico. Nosotros éramos los únicos que tenían un teléfono en todo el conventillo, así que podría pasar largo tiempo hablando. Pensé en escribir una nueva carta, pero se lo añadí con cuidado al pie del papel. El buzón esperó con su ranura y todo. Allí la dejé con una esperanza.

Aquel día pasó. El siguiente, también. El otro, también. Los días de la semana, todos con dolor. Los días de la siguiente semana. Los días de la otra semana. El mes con cada uno de sus minutos, con cada una de sus horas, con cada uno de sus días, con cada una de sus semanas, siempre iguales, monótonas y desdichadas. El otro mes, también. Y así los meses con cada uno de sus lóbregos componentes me pasaron como una flecha que no me podía arrancar. Todo tan seco y tan precariamente humano. Ningún teléfono sonó. En el banco, sobre el escritorio de mi oficina, perseveré en buscar algún rostro, entre las clientas, que se dirigiera a mí a confesarme "David, soy Dolores. Estoy acá y te amo". Pero nada. En las calles tampoco estaba ella. ¿Qué baldosas habrá pisado cuando ella me vio por primera vez? Ella ya no respondía, pero aún yo creí que ella existía.

Pero esta no sería la primera de las hondonadas. Me esperarían largos períodos de no saber nada sobre aquella persona. Hasta que finalmente, cerca de septiembre me contestó la carta ya olvidada en los meses pasados.

Me alegré al leerla, pero conjeturé que no debía ser así. Lo que me había ocurrido era una calumnia. En ella se disculpaba pero no mencionaba nada de una posible llamada ni un posible encuentro.

Reanudé recelosamente la correspondencia.

En ninguna de aquellas mencionó siquiera una tentativa para llamarme. Incontables veces solicité su número telefónico, pero ella, supuestamente, no tenía; incontables veces le pedí una fotografía suya para constatar de un modo precario su existencia, al menos; incontables veces le pedí vernos, se lo rogué, se lo rogué con lágrimas —algunas corrieron la tinta en el papel—; incontables veces le recriminé que ella no existía, que era todo una burla, que era todo un pasatiempo. Siempre, en todas esas desavenencias, ocurrió lo mismo: ella rehuía de una manera tan elocuente y cínica y sublime todo posible contacto personal o material, toda posible concreción de nuestro mutuo querer, que hacía tergiversar la parafernalia de sucesos y peticiones a su favor: yo concluía, desdichadamente, siendo el cobarde que no quería que nos viéramos. Todo era una vorágine de percepciones, emociones, cavilaciones, direcciones de la conversación, que no me permitían formular el argumento propicio para revelar (y que ella admitiera) que su comportamiento era una injusticia. Toda esa vileza y perversidad yo la atribuía a su defensa de mi insistente e improcedente avaricia. Yo concluía siendo el que la importunaba, el ambicioso que solo pensaba en él y que no tenía en cuenta los miedos de ella, en palabras textuales.

Entonces la cité. Fundí mi orgullo y mi humillación ante una persona que quería y la cité. ¡La cité nuevamente! ¡Sí! ¡Nuevamente otras dos veces en aquel período! ¡Y aquel día sucedió lo mismo! ¡Y en la segunda cita, lo mismo! ¡Increíblemente yo había sucumbido dos veces más! ¡Era una situación propia de un patetismo inconmensurable! Hasta ahora ignoro cómo llegué a tal estado. En cada uno de los fracasos sentí la misma injuria. Me volvía cabizbajo y derruido a mi casa. Sinceramente no lo podía creer. Estaba siendo excesiva mi indulgencia. Me resigné. Me obligué a resignarme, mejor dicho. Esto había sido demasiado para mi vida. Había transcurrido demasiado tiempo. Demasiado tiempo para que un ser humano lo soportara.

Lo triste de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora