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Mi abuelo, Antanas Staučė, enviudó de Aniela Kvedaras llegado el año 1926. Avanzó ella en la vejez con impávido estoicismo, tanto como una enfermedad que le agravaba el deterioro de la motricidad. Al cuidado eventual de mi padre podía quedar cuando éste —raramente— no se encontraba bajo las nocivas limitaciones laborales en Swift. Mi abuelo había sufrido lo que probablemente otra gente había sufrido, pero no lo toleró. La imperiosa decisión de tener la necesidad de morir solo, asombró a mi padre, no sin desconsuelo. Recordemos que estuvo rodeado de cosas amadas y perdidas durante casi toda su vida: no conoció vivo a su padre; tuvo que alejarse de su patria; su madre murió en la última década del siglo anterior; tuvo que alejarse una vez más de su patria; sus tías habían ya muerto, acaso; su adorada esposa murió sufriendo el escarnio. Simplemente sintió en su deber una imposición de la soledad.

Al comienzo mi padre se opuso a la necesidad de mi abuelo; semanas de discusión hicieron notar la determinación poco deleznable. Ambos, luego de varios meses, concurrieron a un acuerdo en común: mi padre conseguiría empleo y un lugar en Buenos Aires, y mi abuelo se trasladaría a un geriátrico.

Por aquel año se separaron definitivamente. Ignoro por qué ambos concluyeron en elegir el Don Orione. La verdad es que mi abuelo necesitaba eso, en palabras de mi padre. El estar un tanto alejado de los vínculos porque sentía que estos dolían. Todo lo que habían hecho los sentimientos, para él, era quemar; todo lo que había hecho un vínculo era propagar la vulnerabilidad, destrozar las heridas de las que nadie huye. Entonces allí fue sin su cuadro. El padre se deshizo de la nostalgia; el hijo conservó el cuadro por la nostalgia de cuyo legado se había apropiado.

Al llegar consiguió, sin aplazamientos (para su sorpresa), que lo emplearan como peón de albañilería. Con el nuevo y austero salario pudo alquilar una pieza en el conventillo de San Telmo conocido por Altos de Moiso, ubicado en Defensa e Independencia. Este mismo que congrega mis palabras. Aquí, al fin aquí, colgó aquel ocaso para siempre en una pared. Ese ocaso que lo unía, ya sea virtualmente, al orgullo de sus raíces, a conservar la historia con un pasado.

La vida lo comenzaba.

El arco de la entrada. La cancel. La galería. El primer patio. La escalera izquierda. Todo aquello tuvo que frecuentar con la uniformidad de la costumbre. No veía el alba al marcharse y no veía el crepúsculo al regresar. Insistía el gélido frío del Río en el agosto de las balaustradas de hierro. Y así fue aconteciendo el resto del año hasta enero de 1927, en cuyo año mi padre dio la primera visita a mi abuelo.

Se podrá inquirir, a continuación, que dos perjuicios harían acercar cuatro destinos. Se dieron las misteriosas formas de encontrar a alguien amado, de este modo.

Mi padre no se había mudado con demasiados atavíos. Tan solo lo necesario como, tal lo he ya dicho, el cuadro más unas prendas que eludían la complejidad y el lujo. Su vida social no estaba sujeta a profusas necesidades. Se saludaba con los vecinos, intercambiaba algunas observaciones sobre el clima, el barrio, la familia y poco o nada más que eso. Las introspecciones con un ajeno eran raras, sino inexistentes. Su legado estaba siendo la soledad, pero no lo sentía, solo le transcurría en el interior como una naturaleza. Sus compañeros solían reunirse cada tanto, o tal vez se reunían frecuentemente y él desdeñaba la información. Pero terminando una jornada en la calle Bartolomé Mitre, con insistencia pudieron convencerlo de ir a un almacén. Su réplica fue que iría, pero la siguiente semana. Es verdad que no tenía mucha disposición, pero también es verdad que no tenía ningún traje decente para al menos caminar por el barrio. No tenía casi nada que no fuera para dedicar a la cal, al polvillo de los escombros y a desgaste humano. En tanto fue caminando con los muchachos por la calle, vio en la ochava de Cerrito la tienda La Piedad.

La siguiente semana, un día antes de confirmar su asistencia al asado en lo de Peralta, se dirigió hacia la tienda. Aquel cause era una hondonada de la que el destino ya no regresa. Con lo que había ahorrado para comprar otras cosas, compraría un modesto traje y un bombín; antes de ni siquiera pronunciar una palabra, el nombre de Aniela colgado en la ropa de una empleada, le llamó la atención. La conmoción de no haber visto, hasta el momento, a nadie en Buenos Aires llamada como su madre, lo consternó. Luego consideró un posible error de imprenta en el nombre. Miró mejor, pero solo la A era mayúscula. Más introvertido que decidido, preguntó si ese era su nombre. Debido a la torpe ansiedad en la articulación de la inquietud, la frase le pareció irrisoria. Creyó, al momento de levantar los ojos, que la empleada contestaría con una carcajada y se iría. Pero la opresión en la garganta disminuyó considerablemente cuando oyó, ni siquiera una cándida respuesta, sino un leve desdeñoso asentir. Al preguntar de dónde era no reparó en que podría incomodarla y resultar una impertinencia; solo cuando la empleada hubo de responder una respuesta que no escuchó, pensó en que no quería importunarla:

Lo triste de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora