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A eso de las cinco, cinco y media de la tarde, la formación fue disminuyendo la velocidad. Aproximadamente un kilómetro antes de la estación se detuvo. Pude observar el costado izquierdo del hangar, expectante. Yo había vuelto. Ya había atravesado la vastedad inhóspita de los páramos y rieles que esperan el metal y el peso. Divisé algunas aves que se afianzaban sobre la rectitud de los alambres. No había sombra y la única que había era la escasamente arrojada y alargada por el alambrado que sostenía la tensión de las púas. Por una nube se anuló la estructura perfilada de esa división; todo se esfumó, añadiéndose la sombra de los coches a los pocos minutos. El cielo estaba desperdigado. Me pregunté qué habrían hecho los muchachos en mi ausencia. Esta vez, en el asiento contiguo, no había nadie. En verdad había pocas personas. Fue lo que pude ver al voltear en una mirada. No quise registrar por mucho tiempo. La quietud evidenciaba y magnificaba el brío de cualquier movimiento. Aun creí que allí afuera, en Buenos Aires, no existían los sonidos. Una de las aves trinó y no oí nada; otra, lo mismo. Revolver apenas las piernas hacía denotar el cuero del tapizado con un crujido apagado y endeble; el aire de la respiración comenzaba a persistir en forma de hastío; se oían cosas que no se habían oído antes con la continuidad de las vías: la fricción de una mano contra la otra, la contracción y abertura de los labios, la actividad de la conciencia.

Fue cuando los murmullos comenzaron a tomar consistencia y formar palabras concretas que el tren reanudó la marcha. El estrépito desvencijado y tirante del hierro fue acortando el espacio del traqueteo. El costado izquierdo del hangar fue aproximándose; allí, reflexioné, seguiría Buenos Aires para mí. La estridencia de los frenos fue acumulándose mientras alcanzaba mi valija sobre la red; el andén fue apareciendo en las ventanas. Revisé que no me olvidaba nada al bajar.

Aunque he hecho algunos viajes de corta distancia en el Mitre, nunca había estado en el andén 1; no había demasiada gente bajándose. Atravesé el hall, vi la hora. Me restregué los párpados dado el cansancio. No había descansado considerablemente en el viaje ni la noche anterior por si me perdía el tren. Llegué a ver que eran las seis y cinco. Al salir de la estación, la contemplé como la había contemplado el día de mi partida, consignándole un tributo que nunca había adquirido para mí.

Las cosas de Buenos Aires se me renovaban con un candor estival y alegre. Toda esa intimidad de lo sentido se unía al hecho de haber realizado uno de los anhelos que la vida, indirectamente, necesitaba que yo realizara. Esa obligación, esa grata y jubilosa obligación, ya me había culminado en mi nostalgia. Las horas y los meses no eran vanos; esperar no era para nada vano. Yo, al menos —porque así lo quería— había presenciado una parte de Lituania. Era la memoria que se repetía en mí como un símbolo que recurría a mi amparo. Ya me redimía del propósito. Yo, que había sentido alguna vez esa tarea como lejana en el océano, con la pobreza remota de lo inverosímil, retornaba a mis pagos con la conquista en mis manos. Era, además, una forma de la vanidad, una forma de poder alcanzar lo que me proponía.

Camino a casa, la barranca derecha que rodea la Plaza San Martín, me costó. El peso de la valija me fatigó aún más que cuando me dirigí, aquella misma mañana, hacia la estación Rosario Norte. Ascendí con poco vigor y divisé la estatua en su basamento. Aún se podía sentir el sol. Antes de encarar por Florida, me senté en un banco. Dejé correr el jadeo y suspiré; descansé los brazos en el respaldo. "Hay mucho sol" pensé, mirando hacia arriba. En el piso, las partes sombreadas estaban ganando el terreno del intenso anaranjado que había sobre algunas baldosas. De pronto agarré la cámara y la saqué del estuche. La observé con cuidado y con cariño. "Este aparato ha captado otra parte del mundo" pensé. La di vuelta y busqué la perilla que liberaba la tapa inferior; la giré. La tapa se liberó. Allí me di cuenta que no había rebobinado la película. La poca experiencia en aquello me puso nervioso. Como pude intenté recordar cómo se operaba el retroceso. No recuerdo qué hice, pero la película empezó a retroceder. La ansiedad, también, me hizo liberar el rollo, pero sin querer liberé el carrete, y desenrollé y enrollé una parte del negativo, el cual se expuso considerablemente al sol.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now