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Como ya ha sido mencionado en instantes previos, los días me transcurrieron con una excesiva tribulación. Lo mismo, era de creer, ocurriría con los días sucesivos al nuevo año. No existía nada de disímil. Que una esfera en medio de la nada, en medio de años-luz de casi infinitas cosas, haya cumplido un ciclo en el ejercicio de su moción, no significaba nada para mí.

La actividad llevada a cabo en los meses siguientes, continuó perteneciendo a la misma índole: sentimental. De las oficinas en Diagonal Norte al conventillo a preguntar si me había llegado correspondencia; derrotado, del conventillo a mi casa y de mi casa a Diagonal Norte. Seguí en la búsqueda de rostros, incesante como si extrañara muchas cosas. No lograba cejar la tribulación. Yo supuse que el tiempo traería alivio y nada de eso venía sucediendo.

Muchas de las vicisitudes que generaban los lazos me habían abandonado; las personas parecían desintegrarse en mi cercanía. Cualquier cosa que sucediera en el mundo —en cualquiera de los lugares que componían la estatua de Garibaldi en Plaza Italia, por ejemplo— podía suplir el miserable y escaso aporte a la realidad que yo concedía con mi presencia. Existieron eventuales instantes de dicha, desde luego. Sin embargo no hacían más que magnificar los abrumadores instantes de pena, pues dominaban la concatenación de las emociones. Uno termina siendo vulnerado debido a que el dolor no puede justificarse por sí mismo, y por el rencor de no lograr ser feliz.

En resolución, sobreviví a los meses en la agonía de la incertidumbre a los meses consecuentes.

El señor Gargano me recibía sin cartas reservadas para mí; yo me iba caminando con esa esperanza que solo existe en la vitalidad que nos da el amor. Sentía que algún día debería conocer la verdad, como una conclusión de la vida, como una consumación de la herida dada al aire y a la sangre que corría: aquella sangre que brotaba de su cause cuando, al observar los rostros de los transeúntes, ninguno de ellos era el de Dolores. Yo seguía enterrado en la hondonada. ¡Había perdido tantas cosas, tantas cosas!

Hacía un tiempo ya había abandonado las expectativas con Ana María; las tentativas para reivindicarme habían sido inútiles. Yo no había cometido ningún engaño físico, pero era suficiente para ella. Con lo cual, desde luego, yo me hice cargo de mis actos. Pero cierto día, como si yo lo hubiese construido con mis anhelos, algo ocurrió.

Tuvo lugar el incidente en las postrimerías del mes de junio. ¡Observar cuánto tiempo había acontecido!

Me encontraba yo en mi habitación; había llegado hacía poco de mi jornada en las oficinas. El único motivo por el cual percibía cierto optimismo, fue concedido por la notificación que había recibido ese mismo día: en el mes de septiembre me darían de baja en el Servicio Militar. La fecha —ignoraba el porqué— se había adelantado. Era inaudito. Terminaría antes de tiempo con ese estado servil y demandante. Aquella notificación me fue necesaria para prosternarme a modo de tregua. Necesitaba una piedad, al menos. Bastante era con casi dos años y medio de haber estado en la irreverencia de querer a alguien a quien no conocía. Sí, casi dos años. Ahora que las paredes reciben el eco de esas palabras aquí, me es difícil figurarme esa dimensión. Entonces no era poco frecuente que me atuviera al arraigo de los recuerdos.

Cada tanto me rendía a la nostalgia de las fotografías. Era un recurso que refutaba la consecuencia del tiempo, lo que hacía perder este; todo lo hacía perder: a los objetos y a nosotros mismos. Procuraba yo, con humildad, sentirme digno de esas dispersas dulzuras que ocasionalmente me redimían del anonimato. Yo, en aquellas fotografías, era alguien y no alguien que buscaba a una persona aún no conocida; yo, en aquellas fotografías, había estado concretamente, con venas y símbolos que emitía y todo, en un lugar cuya idea del porvenir nunca hubiese intuido una desdicha semejante a la presente. El ámbito que me rodeaba, la arquitectura, me hacían existir en el blanco y negro de las fotos. ¿Qué hubiese sido de mí sin la ventura del recuerdo palpado con manos que a veces secaban lágrimas?

Lo triste de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora