18

1 0 0
                                    

El sueño, cuya exactitud persistiría ocasionalmente a lo largo del tiempo, consistió en solo un lugar. Ese lugar era una habitación desmantelada. Había solo una abertura en la pared frontal; una persiana de madera estilo americano. Afuera había el sol suficiente como para que se filtrara poco y deleznable entre los listones; se magnificaba y deformaba la proyección blanca sobre la pared lateral. El ámbito estaba repleto de una premonición tétrica, como si la penumbra ocultara algo perdido y anhelado. En aquel momento la invención me hizo reparar en una figura que había estado desde mi llegada. La figura parecía ser una persona sentada en una silla, de espaldas a la persiana. Sentí que allí afuera, del otro lado, del lado exterior de ese recinto, la gente vivía y era feliz y existían con sus pares; es decir, ocurrían cosas. Pero allí dentro, donde me encontraba, reinaba una tristeza indecible, aun peor que incomunicable, pues yo no lograba asimilarla. Reparé en la figura. Por los detalles del cabello adquirió la presencia y características de una mujer. Solo se encontraba sentada con las piernas cruzadas frente a mí. La luz que atravesaba la separación de las rendijas provocaba una penumbra en el lado visible de su cuerpo, pues se bifurcaba. En aquel momento me di cuenta que se trataba de Dolores. De algún modo supe que era ella, aun sin poder divisar su rostro. Estaba estática. Estaba muy apesadumbrada. No lo decía pero yo lo podía leer en su postura. En efecto, lo supe como se saben las cosas únicamente en los sueños, con aquella infalible certeza. Ella parecía tener una languidez vencida en la inclinación, como alguien que solo sabe que morirá en la más terrible soledad en una isla desierta y que no existen los océanos ni la tierra alrededor para ser rescatado. Nunca había contemplado tanto abandono. Traté de observar su rostro, pero no pude. Había vacío en el rostro, una penumbra que no permitía develar nada. Cambié de ángulo: lo mismo. Cambié nuevamente de ángulo: lo mismo. La luz llegada a su espalda generaba una oscuridad que no me permitía conocerle el rostro. Pero yo sabía que era ella, Dolores.

El ámbito estaba silencioso, como si no existiese trayecto en el que el sonido pudiese trasladarse. El sonido no comenzaba. La naturaleza de emitir un ruido no existía. Me abrumó ese mutismo, era demasiado perfecto. Ensayé hablarle. Nada ocurría. Nada. Yo sabía que estaba pronunciando su nombre, pero todo seguía calmo. No pude acercarme al rostro que no veía. Me hería no lograr una interacción. Afuera seguía la gente existiendo en el sol y eran felices, pero yo era desdichado, porque no podía llegar a la mujer que amaba.

El desvanecimiento del sueño me despertó antes de las seis de la mañana. Tenía yo la fotografía de Dolores sobre el pecho. Había sido el sueño más triste y desesperanzador que había tenido jamás.

Recordando los detalles, observé el cielo raso. Pensé en la vez que tuvimos nuestro primer encuentro íntimo con Ana María; ella había descansado en mi pecho luego de todo. Ahora una fotografía de otra mujer descansaba sobre mi pecho. Pero era solo un pedazo bien recortado de papel. Eso era todo. No sentí ánimos de culparme o de justificarme. Era absurdo. Regresé al recuerdo del sueño. Sin duda alguna existía una razón. Intuí que esa razón, ese no lograr conocer su rostro, no era demasiado difícil de dilucidar: era un temor conciente e inconciente de nunca poder conocerla en persona. No existían, a mi entender, demasiadas complejidades psicoanalíticas.

Allí, tendido sobre la cama, fue que me decidí por darle fin a la espera. Iría a la dirección mencionada en las cartas de ella y me presentaría como alguien que extraña y desea a una persona. Me presentaría con o sin su consentimiento. Lo que difería de esto último era que yo no le advertiría nada, pues ella podría arrepentirse o rehusarse. No quería correr ese riesgo. Pero en otras consideraciones erraba cuando sentí lo que ella alguna vez me había hecho sentir: yo concluía siendo el que la importunaba, el ambicioso que solo pensaba en él y que no tenía en cuenta los miedos de ella. Pero había encontrado una predisposición en el envío de la fotografía, así que intuí que la concreción ya no estaba del todo impedida.

Lo triste de la lunaWhere stories live. Discover now