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El hecho se ocasionó pocos días después de que me hubieran dado la Baja en el Servicio Militar Obligatorio. Habían transcurrido muchos meses desde el primer día del año. Demasiado, demasiado, demasiado tiempo. Meses de fútil actividad, de rencorosa melancolía. Como en el sueño que había soñado sobre Dolores, se producían las cosas. Afuera, del lado externo de la persiana, se veía ocasionalmente el sol, cuando no era dominada la luz por las nubes. Afuera la algarabía del mundo se encontraba feliz y yo no; yo no, debido a que todo me había abandonado con minucioso aplomo, con minucioso recogimiento. Afuera existían las ignotas cosas que tenían una locación y un tiempo específicos. Existían en el mismo tiempo en que yo estaba sucediendo, pero no podía alcanzarlas pues era, particularmente en mi persona, un ser delimitado, efímero y para nada ubicuo.

Entonces seguía las regulares proyecciones de la luz en la pared obstruida por los listones, y aún a Dolores no la conocía. Así pasé muchos días con sus noches hasta que una tarde ocurrió. Fue, lo recuerdo bien, una tarde del miércoles treinta de julio de 1952. Cómo me gustaría saber la configuración de las estrellas de aquel día así guardarla para siempre. Que unos astros hayan estado dispuestos de cierta manera mientras mi vida había cambiado por completo, merece registro. Mencionar aquel día es una tautología de la plenitud. Cómo olvidar, cómo ser feliz sin ese recuerdo. Y así sucedió sin ornamentos.

Que me perdonen lo que las eventualidades de ser mortal y de la comunicación le exijan al lenguaje: ese mecanismo para trasladar una manera de haber aprendido el mundo. Que me perdone el hecho en sí dado que no se puede recuperar sin perder su idiosincrasia. Aquel hecho me sucedió y no me sucederá más, porque su punto en el tiempo ha tenido un comienzo y fin. Pero, válido es decirlo, que haré lo imposible para representarlo con sus respectivos y merecidos pormenores. Es aquí cuando lamento ser alguien en el tiempo; todo me es único e irrepetible. Nunca más sentiré lo que he sentido, así las condiciones lo propicien.

Entonces lo referiré cómo ha sido. Ese día mío, el más dichoso de los que he vivido en esta misma carne que estoy tocando.

Me encontraba en el miércoles treinta de julio; yo estaba saliendo del edificio de La Caja. Ya en mi empleo, y lo que recordaba de mi empleo, había articulado el acomodamiento necesario para seguir con la rutina. Había hecho un par de horas extra, estaba agotado. No me quedaba mucha energía, pero debía dirigirme a lo de mi madre. Debía devolverle una tijera sumamente cara y profesional que me había prestado. Pero en el momento, encarando en Plaza Congreso por Yrigoyen hacia el conventillo, no recordaba qué debía llevarle; por ende supe, a las muchas cuadras, que no la llevaba conmigo.

Me quejé resoplando, pues mi madre las necesitaba sin demoras. Tenía que volver sí o sí a mi departamento. Parado en la esquina de Irigoyen y Lima comencé a sentir una silenciosa presencia. Se me reunieron los mismos y dispersos sentimientos que había conformado, hacía ya mucho tiempo, la sensación de que me estaban observando. Muy detenidamente: la presencia que había sentido en dos ocasiones en esa avenida, y una vez en Rosario. La última vez, lo recordaba, me había colmado de ira, no como las otras. Me atosigaba, me estrangulaba esa presión en el cuerpo; un escalofrío me conmovió hasta el último centímetro de la espina. Aunque la gente alrededor pasaba inmutable, tuve terror. Era como si me hubiese quedado solo en el mundo. Volteé repentinamente, para que quien sea, en su acecho, no obtuviera el reflejo suficiente para esconderse.

Nadie. Nadie había allí atrás mío. Quedé estupefacto. ¿Podía ser Ana María? Di a la posibilidad muchas chances. Observé mi alrededor. La gente parecía extraviada, pensando en sus cosas, en sus problemas. Decidí volver lo más pronto posible.

Bajé por Lima y doblé en Sarmiento a paso ligero. Los objetos comenzaron a adquirir una presuntuosa decadencia. Un candado demasiado herrumbrado colgaba del fierro de una reja. Quién sabía cuánto tiempo había estado allí a la intemperie de la lluvia, ignorado por los transeúntes; nadie iría a reparar en algo tan nimio en una ciudad que se devoraba a quien sea en su ritmo. Papeles en el suelo, desgarrados. En estas cosas traté de concentrar mi atención, porque seguí sintiendo, como nunca antes había sentido, esa presencia. Ya venía a ser una persecución. Sentí la espalda sometida casi a un cuchillo. No podía correr, había demasiada gente. No había motivo, pero eso no excluía lo desesperante de los metros. Volteaba la cabeza de vez en cuando, pero nada había. Lo mismo de siempre. ¿Ana María había mandado a un sicario? La posición tomó más notoriedad. Juré que la mataría si de eso se trataba. "Pero, ¿por qué contrataría a alguien para matarme?" pensaba. No tenía mucho sentido. O tal vez el sufrimiento padecido por ella había llegado a niveles alarmantes. Recordé que ella podía manipular a cualquiera. Eso reforzó mi miedo. Ya no traté de girar la cabeza. Aún percibía esa sombra perenne y tenaz.

Lo triste de la lunaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora