Capítulo 31

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Hollywood, 1962-1967.

La mañana siguiente al estreno de Esclavos de la vergüenza me despertó con martillazos en las sienes y mi cama convertida en un bote. No tenía idea de cómo había llegado a la habitación; solo recordaba haberme quedado dormido en la escalera de incendios mientras Debra cantaba.

Tratando de que la cabeza no se me cayera del cuello, me incorporé y mis pies descalzos buscaron las pantuflas. El reloj indicaba las once y cuarto. Me sorprendió que Maureen me dejase dormir hasta tan tarde.

La encontré sentada a la mesa de la cocina, el aroma de su café enviando alertas a mis ya de por sí exaltados sentidos. Aquella imagen de mi mujer, con el pelo recogido en una desordenada coleta y el camisón viejo y deshilachado que le había dado en nuestro primer aniversario, difería tanto de la superestrella que el mundo había conocido la noche anterior, que nadie hubiera creído que se trataban de la misma persona. Tenía el mentón apoyado en una mano, en tanto que la otra revolvía el contenido de la taza sin prisa ni afán, como la de un empleado público encargándose del papeleo del día.

Siguiendo ese mismo espíritu, me coloqué detrás de ella, acaricié sus hombros y le di un beso en la coronilla, inhalando el delicioso perfume de su champú. No le dio demasiada importancia.

Era increíble. El desayuno estaba allí, tan tentador y maravillosamente preparado como siempre. Había una pequeña flor rosa en el centro de mesa y mi periódico yacía junto a mi plato, detalles que desde que nos conocimos fascinaban a mi mujer. Pero mi mujer —mi Maureen— no estaba por ninguna parte.

Supuse que su apatía hacia mí podía significar que la estaba molestando, así que decidí tomar asiento y comer mis tostadas sin ofuscarla más. Con un trozo de pan en la boca, abrí el diario y fui directo a la sección de espectáculos.

Allí estaban los dos: Maureen y Russell, sonriendo en una gigantesca lámina en blanco y negro, glamorosos y atemporales, robándole a nuestra época una pequeña porción de infinito. Me pareció extraño que, de todas las fotografías grupales que se habían tomado, hubiesen elegido usar una en la que aparecían los dos solos. Esto, sin embargo, no me irritó tanto como lo que decía el reportaje.

—Muñeca, escucha esto —dije—: «Esclavos de la vergüenza ofrece una historia no solo correcta a nivel técnico, sino que también memorable gracias a la pasión de sus protagonistas, la cual no tardó en levantar la sospecha general de que podría existir más química entre sus actores de lo que el propio Russ Weatherby parece querer admitir.»

Maureen me miró por primera vez, los ojos completamente abiertos.

—Sabes cómo es la prensa. —Se encogió de hombros, dándole un sorbo a su café.

—Desde luego que lo sé, pero ¿no crees que se pasaron de la raya? Toma esta otra línea de ejemplo: «su servidor está ansioso por ver más de esta dupla bajo la mágica dirección de Costner, y espera de corazón que el señor Ship cuide muy bien a su esposa.» —Arrojé el periódico sobre la mesa—. ¡Repugnante!

Mi esposa dio un respingo, mas no dijo nada.

—¿No te parece repugnante? —la presioné.

—Sí, me indigna que en esto se haya convertido un oficio tan noble como solía ser el periodismo.

—Lo mismo pensé yo —coincidí, poniéndome de pie—, y se los voy a hacer saber.

—Espera, Gordie, ¿qué piensas hacer? —cuestionó, jadeante, cuando me vio acercarme al teléfono.

—Voy a llamar a ese periódico de poca monta y decirles que el señor Ship no tiene ningún motivo para cuidar mejor a su esposa.

Levanté el auricular y lo apoyé contra mi oreja. Era hora de reivindicar mi posición como hombre. Llevaba demasiado tiempo dudando, dejando que otras personas y cosas me pasaran por encima. Mis padres no habían criado a un debilucho y me lo iba a demostrar.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Место, где живут истории. Откройте их для себя