Capítulo 20

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Nueva York, 1999.

Abriéndose paso entre los demás coches como una aplanadora y sosteniendo un vaso plástico de café, Debra decidió que sería un buen momento para regañarme. Estábamos conduciendo hacia la galería un viernes por la mañana, día en el que, con una fuerza de voluntad asombrosa, el sol se había atrevido a mostrar su rostro luego de semanas de lluvia. Inocentemente, creí que esto pondría de buen humor a mi amiga, pero nada podría salvarme de sus sermones.

—¿No dice tu informe dónde vive? —insistí.

—Por supuesto que lo dice.

—¿Y por qué no me lo dices?

—¡Porque es poco ético! —exclamó, ejecutando una maniobra demasiado arriesgada para hacerse con una sola mano, pues uno de los conductores de adelante se le estaba cerrando.

—¿Investigar a una persona que apenas conoces no es poco ético?

—Escúchame bien, viejo malagradecido, eso lo hice por ti. —Me miró al detenerse en un semáforo y le dio otro sorbo a su café—. Y, de cualquier manera, ir a la casa de alguien es cruzar una línea. Sé que planeas dejarme hoy sola con todo el trabajo y tomar el autobús para acosar al pobre niño. No permitiré que lo hagas.

—Por favor, no voy a acosarlo —protesté.

—Si él no quiere verte se llama acoso —sentenció, terminando el contenido del vaso y arrojándolo por la ventanilla.

El semáforo dio luz verde y el pie de Debra aplastó el acelerador, alejándonos a toda velocidad de los gritos furiosos que venían del auto deportivo donde aterrizó el desecho.

—No es acoso, Debra. Solo tiene que escucharme una vez.

—¿Dónde dejé la bolsa con los croissants? —cuestionó, inspeccionando los alrededores mientras me ignoraba—. ¡Oh, en el asiento trasero! Dulzura, sé un buen chico y ayuda a mamá a alcanzarlos, ¿quieres?

Me desabroché el cinturón y estiré mi cuerpo hacia la parte trasera del vehículo. En lo que luchaba por llegar hasta la bolsa de papel y salía airoso, una versión chillona de Para Elisa comenzó a sonar. Regresé a mi puesto para encontrarme con Debra hablando efusivamente a través de su moderno teléfono móvil.

—Oh, pues no lo sé, dile que es un ser repugnante y que... Espera, no le digas eso. Espera, Daniel. Estoy atendiendo un asunto importante. —Sus ojos viraron en dirección a mí—. ¿Piensas que puedo conducir, hablar por teléfono y comer al mismo tiempo? No soy una súper-mujer. Pon esa cosa en mi boca. No, Daniel, no estoy hablando contigo. No te ilusiones.

Abrí la bolsa y extraje uno de los bizcochos grasientos.

—¿Quieres que mastique por ti? —bromeé.

No me respondió, estaba ocupada discutiendo algo sobre la galería con uno de los encargados. Sostuve el croissant cerca de su boca y lo dejé allí, para que pudiera darle mordidas ocasionales.

—No puedes dejarme solo en esto. Fue por esto que vine a Nueva York.

—¿Sabes qué? Olvídalo, Daniel. Pásame a Wendy o a quien sea.

—Llegamos tan lejos, ¿por qué parar ahora?

—Wendy, hola, cariño. ¿Cómo sigue Kevin?

—Debiste ver a sus amigos —bufé—. Nunca entenderé por qué Clark congenia con gente así. Son la definición de eternos adolescentes.

—Mira, querida, lo que sucede es que el señor Grimes se había comprometido a vendernos su colección a nosotros.

—Aunque supongo que él también se comportaba así... Bueno, al menos cuando lo conocí. No sé cómo se comportará ahora.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Where stories live. Discover now