Capítulo 34

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Los Ángeles, 1968.

Sucedió un viernes por la tarde. Más temprano ese día, el señor Richards recibió una llamada alertándole que su nieta había entrado en trabajo de parto, lo cual, sumado a la baja marea de clientes, causó que decidiera cerrar una hora antes. Desearía poder decir que eso me alegró. La verdad era que con frecuencia me encontraba sin saber qué hacer con el tiempo —más allá de pensar y beber, mis dos peores costumbres—, y lo último que necesitaba era aumentar los espacios en blanco.

Un leve entusiasmo me embargó durante el viaje en coche, disparado por el cielo azul y el brillo del sol que se volcaba sobre la calle, e influenciado hasta cierto punto por lo rozagantes que lucían los colores de mi vecindario. Eran los años sesenta: la era de la ropa más ridícula y la música más extraña que la humanidad hubiera conocido, y lo que las películas sobre la época muestran era la pura realidad. El mundo fulguraba con un resplandor sobresaturado, y no había razón para estar triste con el despliegue de vida que sucedía a mi alrededor.

En lo que duró el trayecto, le di vueltas y vueltas a todas las actividades entretenidas en las que podía enfrascarme cuando fuera libre. No hay mayor placer luego de una ardua jornada laboral que imaginarse a uno mismo sentado en la comodidad de su sala, leyendo un libro o mirando televisión. Quizás incluso podría ir a cenar a un restaurante donde jamás hubiera comido o tomarme unas breves vacaciones en la playa o ser el primer hombre en pisar la luna.

Podía hacer cualquier cosa en ese recorrido de la farmacia a mi hogar y, sin embargo, cualquier voluntad de llevar mis planes a cabo desaparecería tan pronto como bajara del vehículo. Y ese día no fue la excepción. Metí el Packard en la cochera y recorrí el camino de grava, arrastrando los pies como siempre, y cuando cerré la puerta y contemplé esa casa desconocida, aquel débil latido de motivación abandonó mi cuerpo.

Aletargado, me sumergí en mi sillón y me quité los zapatos sin siquiera usar las manos. No había encendido el televisor y las revistas que gustaban de amontonarse en la mesa de café estaban demasiado lejos. Con algo de esfuerzo, hubiera podido estirarme y activar el radio, pero no tenía deseos de moverme más. Estaba deshecho y mi única opción era quedarme allí, viendo los minutos pasar, hasta que llegase la hora de la cena.

De repente, sonó el timbre, provocándome un sobresalto. Cuando mi primera reacción cedió y tuve oportunidad de racionalizarlo, me di cuenta de que no tenía sentido. Aunque sabía que había estado pestañeando más de la cuenta y existía una posibilidad de que me hubiera quedado dormido, no debía haber transcurrido mucho tiempo, y dado que había salido antes del trabajo sin avisarle a nadie, aquella no podía ser una de las apariciones de Debra.

Le eché un vistazo a mi reloj de pulsera y comprobé que, en efecto, solo llevaba una media hora reposando. A lo mejor era uno de esos terribles vendedores puerta en puerta que, asumiendo que en una casa así solo podía vivir un hombre casado, esperaban encontrarse con la madre de familia. No obstante, un nuevo timbrazo me convenció de que aquella visita era más importante de lo que quería creer.

Apoyé las manos en los brazos del sillón y me impulsé hacia adelante, emprendiendo mi lenta marcha hacia la entrada. Los acontecimientos de los últimos años habían hecho todo por convertirme en un anciano antes de siquiera llegar a los cuarenta.

No entendía qué estaba sucediendo. ¿Acaso Debra habría ido a verme a la farmacia y descubierto que no estaba allí? Era la única posibilidad; ya no me quedaban más amigos.

Con esto en mente, caminé hacia la puerta y la abrí de golpe, sin siquiera disimular mi expresión de cansancio. Mis ojos de inmediato viraron hacia arriba, esperando encontrarse con la exagerada altura de Debra. Se sorprendieron al no ver más que el suave balanceo de los árboles y un cielo despejado, y se desorbitaron al bajar y dar con lo que realmente estaba en nuestro pórtico.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Where stories live. Discover now