Capítulo 44

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Los Ángeles, 1974-1975.

Lo habíamos hecho tantas veces. ¿Por qué iba a salir mal ahora? ¿Por qué precisamente una noche como aquella, sin una nube en el cielo y con el cotidiano cantar de los grillos anticipando una velada sin sobresaltos?

Siete años. Siete años desde que Russell y yo nos amamos por primera vez. Siete años en los que nunca dejamos de hacerlo, a pesar del miedo, del terror absoluto. Y jamás levantamos sospechas, jamás nos atraparon.

Era como si él fuera un ilusionista experto y yo, su no-tan-encantador asistente, solo existiera para ayudarlo a completar los más maravillosos actos de desaparición. Me repetía eso a mí mismo todos los días: «lo que haces no es un engaño, sino un truco de magia. Posibilitas un truco que alegra a toda la nación.»

Si tenía suerte, eso me consolaba. Pero no tenía tanta suerte; nunca la tuve. El milagro de que Russell me correspondiera no podía cambiar eso. Tarde o temprano, mi maldición saldría a flote y me arrastraría de nuevo hasta el fondo. Una noche de 1974...

-o-o-o-

Comenzó normal. Russell me citó en «El descanso de oro», el motel que había sabido ser nuestro cómplice durante tantos años. Esa madrugada, él parecía desesperado. Me arrancó la ropa con más ímpetu del habitual y me arrojó sobre la cama, y en cuanto me quise acordar lo tenía sobre mí, besando y marcando y lamiendo en lugares impronunciables, con un hambre tan voraz que casi me dejaba sin apetito. Parecía que lo supiera.

En un momento, abandonó el lecho para desnudarse. Se quitó la corbata mientras me daba la espalda. Lo notaba distraído y concentrado a la vez, pero no como siempre. Algo se sentía tremendamente fuera de lugar.

De repente, el horror. Sus frenéticos dedos se detuvieron por completo, todo él dio una brusca frenada, y al levantar la cabeza con el fin de asegurarme de que estuviese bien, lo vi doblarse y soltar un alarido de dolor.

—Russ, ¿qué pasa?

Sus labios emitieron una serie de gruñidos ininteligibles. No era capaz de hablar.

Aterrorizado, salté de la cama y corrí hacia él. Lo encontré sosteniéndose el vientre, aún encorvado, con el rostro enrojecido y los ojos hinchados de lágrimas.

—¡Russ, Russ! —insistí—. ¿Q-qué... qué sucede?

Comenzó a negar con la cabeza. Hasta el más mínimo esfuerzo le costaba cada una de sus fuerzas. Resistí el impulso de llorar con él.

—Por favor, Russ, tienes que decirme. ¿Qué pasa? ¿Qué...?

—C-cólico... —gimió por lo bajo.

—¿Cólico...? —Lo pensé un segundo—. ¡No puede ser, es un cólico!

Por supuesto; los cólicos nefríticos eran una condición que había abrumado a Russell toda su vida.

Sin perder más tiempo, lo ayudé a sentarse en la cama, lo que provocó aún más lloriqueos. Estaba irreconocible.

—Russ, tengo que llamar al hospital.

—¡No! —gritó.

—Russell, tengo que hacerlo. Esto es grave, podrías morir.

Intenté acercarme al teléfono en la mesa de luz, pero Russell consiguió apresar mi brazo y detenerme. Alzó la cabeza y me miró con ojos suplicantes.

—Gordon, por favor... No... ¿Cómo vamos a...? ¿Cómo voy a explicarlo?

Tenía razón. Si llamaba a una ambulancia, se enterarían de lo nuestro. No hay muchos motivos para que dos hombres estén juntos en un cuarto de hotel a las tres de la mañana.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Where stories live. Discover now