Capítulo 49

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Nueva York, 1982.

La fuerza del abrazo de Clark al iniciar nuestra siguiente cita se me antojó más chocante que de costumbre. Pese a saber que las drogas eran un secreto que ya existía cuando lo conocí, esperaba que hubiese algo de debilidad, una sombra de lo que aquellas malditas sustancias le hacían a su cuerpo. De pronto, ya no podía hacer la vista gorda a los brotes de acné que se manifestaban en su rostro, su insistencia en ocultar los brazos, sus movimientos temblorosos independientes de cuánto frío hiciera en verdad. ¿Cómo pude estar tan ciego?

—¿A dónde vamos hoy, señor Shipman? —inquirió, bromista, mientras cerraba la puerta del coche.

—A ningún lado. —La sequedad de mi respuesta nos intimidó a ambos—. Al menos hasta que me expliques.

Bufando como un mocoso, se deslizó por el asiento hasta que solo sus ojos estaban al nivel del parabrisas.

—Esperaba que no tuviéramos esta conversación... Sácame de aquí, como mínimo.

Repitiéndome que aquello no era lo mismo que darle todo lo que quisiera, concedí su deseo y puse el automóvil en marcha, sin ningún destino específico en mente. Solo daríamos una vuelta por el vecindario y eso tendría que ser suficiente para él.

—Bueno, que me gusta drogarme, eso ya lo sabes —comenzó luego de unos minutos de silencio—. No entiendo cuál es la ciencia de...

—¿Desde cuándo haces eso?

—Desde que entré a la universidad, más o menos. —El tono y la mirada habían bajado. Sus murmullos estaban plagados de vergüenza—. O sea, no desde el principio-principio. No fui a la universidad para drogarme, ni nada. Con lo que costó que fuera, mis padres me habrían matado...

—No sabía que habías ido a la universidad —respondí, curioso.

—Es que como ir no fui. A ver, que no pasé tanto tiempo ahí. Apenas... apenas duré un semestre. —La tristeza llegó a su rostro—. Me expulsaron. Pero me lo merecía, ¿eh? De todas formas no habría durado mucho más en Juilliard.

Mi simulada actitud casual era tan exagerada que el nombre tardó varios segundos en alcanzar mis oídos. Pero en cuanto lo procesé, por poco no estampé el Packard contra un poste de luz.

—¿Fuiste a Juilliard?

—¿Te sorprende? —sonrió él, aunque el gesto se desvaneció rápido—. Fue una beca, en realidad. Por la música. Es que hago música y todos en Louisville (soy de Louisville, por cierto) decían que iba a ser grande. Mis profesores y eso. Y significa mucho porque los adultos no suelen alentar a los estudiantes a perseguir una carrera artística. Pero supongo que tenía talento... o que ellos pensaban que tenía el talento necesario para Juilliard.

»Pasé tres años en la secundaria perfeccionándome, todo diseñado al detalle para que yo entrara a una buena escuela. El consejero escolar me recomendaba las mejores actividades, los mejores maestros. Ya era bueno con la guitarra, pero además aprendí piano, bajo, batería y algo de violín. Solo un poco, ¿eh? Que tampoco soy Dios. Mis padres se la pasaban ahorrando por si acaso no me becaban en ninguna universidad buena. Entonces un día, llegó la carta de aceptación. Era una beca casi completa y fue el momento más feliz de mi vida.

—¿Y qué fue lo que pasó?

Clark me miró con una tímida sonrisa, como si la felicidad y la impotencia se mezclasen dentro de él, imposibilitándole expresar nada más.

—Pues lo obvio. Que Nueva York no es Louisville y Juilliard no es la preparatoria Franklin. Llevaba solo un mes y ya estaba exhausto. Las clases eran difíciles y estaban llenas de gente que era muchísimo mejor que yo. Las cosas que todos me dijeron durante toda mi vida... no tenían valor ahí. Ahí era solo ser tan bueno como los demás y yo no lo sería nunca. Había conseguido dos trabajos de medio tiempo para cubrir los pocos gastos que corrían por cuenta de mis padres. No podía depender de ellos siendo tan mediocre. No te rías, pero tengo algo de decencia humana. Y en esa época, mi decencia humana me demandaba dormir menos de tres horas al día y vivir a base de café.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora