Capítulo 35

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Hollywood, 1968.

El coche zigzagueaba por la autopista al ritmo que mis torpes manos le marcaban. Creo que jamás fui o volví a ser tan afortunado como la noche en que decidí conducir completamente ebrio y las calles de la ciudad estaban casi desiertas. Cada tanto me cruzaba con algún que otro conductor, que tocaría bocina y me soltaría insultos irreproducibles, pero no pasaba de eso y el hecho de no toparme con ningún policía era más que un logro.

You never can tell de Chuck Berry sonaba en el radio mientras yo movía la cabeza de lado a lado, en un perezoso intento de sentir la música a pesar de la borrachera, con la mirada perdida en el horizonte. En un momento dado, mis ojos se encontraron consigo mismos en el espejo retrovisor. Las oscuras bolsas que colgaban de ellos me daban un aspecto mortuorio que, lejos de espeluznarme, me complacía. Podía sacarle provecho a cualquier detalle que me hiciera lucir digno de lástima.

Con estas pintas desastrosas y los sentidos entreverados, enfilé hacia la casa de Russell Weatherby. El barrio dormía apacible y entreabría sus exasperados ojos al ser atravesado por mi Packard, como un bulldog de caricatura cuando los gatos protagonistas invaden su territorio. Podía distinguir cómo algunas de las casas estilo rancho se iluminaban al pasar frente a ellas, el motor haciendo un ruido infernal que seguro molestaba a los residentes.

Estuve a punto de tirar abajo el buzón de Russell cuando estacioné —como pude— la mitad del automóvil sobre la acera de su domicilio. Abrí la portezuela de golpe y tres veces intenté salir —frustrándome hasta el punto de empezar a azotar mi cabeza contra el volante, provocando que el claxon sonara y ganándome los gritos de algunos vecinos—, solo para darme cuenta de que era la manga de mi camisa enganchada a algo lo que me estaba reteniendo.

Aterricé bocabajo sobre el caminito que franqueaba el jardín. Con ansiosa pereza, logré ponerme de pie y estabilizarme lo suficiente para recorrer aquellos escasos metros, sin evitar pisotear un par de flores en la travesía. Cuando llegué a la entrada, presioné el timbre.

Al inicio nada ocurrió, así que volví a tocar. Toqué un par de veces, sintiendo cómo mi impaciencia se acrecentaba con cada pitido, haciendo que mantuviera apretado el botón en un intento de ser escuchado. Eso pareció convencerlo. Reflejado en el césped del otro extremo del patio, noté que alguien había encendido una luz.

Oí los pasos. Estaba demasiado borracho para discernir el latido de mi propio corazón, pero intuía que debía ser frenético. Era el momento decisivo, la oportunidad que llevaba años esperando. Me siento ridículo por haber creído que aquella rabieta me traería algo bueno, pero mientras estaba ocurriendo, nadie pudo haberme convencido de que era una idea estúpida.

El último sonido que percibí fue el de la llave introduciéndose en la cerradura y el picaporte girando sin prisa. Luego sucedió. Russell Weatherby estaba parado frente a mí, con el cabello alborotado, la bata roja entreabierta y una expresión agotada en el rostro. Expresión agotada que vi mutar en una de absoluta sorpresa tan pronto como notó que se trataba de mí.

—¿Gordon? —inquirió.

Asentí sin despegar mi lunática mirada de la suya.

—¿Qué... qué haces aquí?

—Como si no lo supieras —escupí con desprecio.

Al advertir la torpeza de mi lengua, Russell no tardó en darse cuenta de lo que estaba pasando. Su respuesta me enfureció aún más.

—Estás ebrio —dijo entre dientes, poniendo los ojos en blanco.

—¿Ebrio? ¡¿Ebrio?! —reclamé—. ¡Estoy destrozado! Me estás arruinando la vida. ¡Ya la has arruinado por completo!

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Onde histórias criam vida. Descubra agora