Capítulo 60

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Hollywood, 2003.

Russell Weatherby estaba muerto.

La noticia difícilmente tomó por sorpresa a alguien. Los últimos meses habían sido duros y todos sabíamos que no vería otra navidad después de la del 2002. Quizás ni siquiera otro cumpleaños.

A diferencia del resto del país, Maureen y yo no nos enteramos por la prensa. Una de las mañanas más frías del año, mientras preparaba café en mi recién estrenada cocina, recibí una llamada de Eugene Frannagan Pratt. Solo tuvo que decirme su nombre para que me diera cuenta del motivo.

—No iba a pasar de esta semana, eso era fijo —suspiró—. Hasta me alegro por él, mira. Un cólico de esos que te hacen rechinar los dientes. El médico le dio calmantes y dijo que se iba a reponer. Y una mierda. Si te sirve de consuelo, se fue en paz, dormido como un tronco. Estará mejor ahora.

Dio una infinidad de explicaciones más, pero todo me entró por un oído y salió por el otro. En cuanto conseguí que me revelase los detalles del funeral, me reuní con Maureen y se lo conté.

Ella se desplomó como un árbol en medio del bosque al que nadie escucha caer. Atrapé sus manos heladas entre las mías sin idea de qué decirle. Ni siquiera me interesaba averiguar por qué no me afectaba igual que a ella. Supongo que luego de verlo arruinado y de que su amigo me comentase lo terrible de sus días finales, la sensación que me provocaba era la de ver morir a un perro viejo que ya no puede mantenerse en pie.

Para lo trágica que fue mi vida sin Russell tras nuestra separación, mis sentimientos hacia su partida resultaron anticlimáticos. Procedí de forma tranquila, consultando con mi terapeuta si sería prudente asistir al entierro y rogándole a Debra que cambiase la fecha inaugural de mi próxima exposición.

Nada me impactó hasta que su abogado se puso en contacto conmigo para informarme que la casa de San Francisco y todos sus ahorros me pertenecían. Siendo sincero, asumí que la reaparición de su antiguo amante significaría un cambio en la herencia. Aunque, pensándolo bien, aquella era una excelente indemnización por el infierno que me hizo pasar.

Lo que no aprecié tanto fueron los reporteros. Al enterarse de que Russell Weatherby tenía un heredero secreto, nada más ni nada menos que el primer marido de su exesposa, los medios activaron su olfato para las primicias y se abalanzaron sobre mí. Así que todos aquellos retratos del ídolo difunto no eran coincidencia...

A partir de aquí tenía dos posibles caminos a tomar: huir o enfrentar mi pasado y dedicarle un discurso de despedida. Porque esa también era una opción. Eugene Frannagan Pratt me lo dejó claro en nuestra comunicación telefónica:

—Puedes decirle adiós, ¿eh? Puedes hablar.

Podía hablar... Vaya novedad. Habiendo transcurrido décadas de silencio, ahora contaba con el derecho de alzar mi voz y decir la verdad, fuera cual fuera, sin restricciones. Acepté tras horas meditándolo y en los ojos de Maureen resplandecía la súplica: por favor, no...

Ella se negó a acudir al funeral. No se enfadó ni me reclamó abiertamente por mis decisiones, solo respondió con un inseguro «creo que me quedaré aquí» cuando le ofrecí acompañarme. Quizás lo que influenció más esa elección fue que temía captar la atención de los paparazzi.

Lo velamos a cajón abierto ese mismo fin de semana, en un cementerio donde se han enterrado a muchas celebridades. Pese a los esfuerzos del personal de seguridad, la prensa se hizo un enorme hueco entre los cientos de invitados: una lista plagada de estrellas del teatro, la canción y el cine.

Me senté junto a Lynda Carroll, aunque imagino que no me reconoció. Los años no pasaban para ella. Nunca vi a una mujer lucir una melena larga y canosa con tanta elegancia. La frustración de verla prevalecer cuando Maureen había sufrido tanto me habría carcomido, de no ser porque entendía que ambas estaban haciendo lo que querían con sus vidas. No era una competencia.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora