Capítulo 48

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Nueva York, 1982.

En algún punto entre nuestro tercer encuentro y el día en que se confirmaron mis sospechas, Clark logró convertirse en mi amigo. Aquellas extrañas citas de los sábados se consagraron como la actividad más esperada de la semana y no tardé en trazar los planes más entretenidos para que no consistieran solo en sentarnos en el Packard a conversar. Cenas, películas, obras de teatro... Esas últimas le fascinaban y ya no me llamaba la atención que rompiera en llanto cada vez que el telón bajaba.

Me encantaba ser el responsable de su sonrisa. Clark era un muchacho risueño en lo superficial y serio en lo profundo. Esa máscara de humor e indiferencia era un disfraz que utilizaba para despistar, para ahorrarse las justificaciones, y yo no se lo reprochaba. Él también conocía mi situación, mis propias batallas, y prestaba una oreja cuando lo estimaba conveniente —o cuando me decidía a compartir una anécdota glamorosa— sin presionarme. Nuestra relación era una estructura de sarcasmo y carcajadas burlonas sostenida por un respeto del que, creo, él no era consciente.

Cuando no estábamos juntos, dedicaba cada segundo al trabajo en la galería de Debra, a quien ya le había platicado del asunto. Si bien lo disfrutaba, no podía impedir que los recuerdos de Russell reaccionando con desinterés siempre que hablaba de mis pinturas ensombrecieran mi cielo. Además, no perdía de vista que lo importante, el motivo de mi empleo ahí, era retribuirle a mi amiga parte de sus interminables favores y costear la alegría del chico al que tanto apreciaba.

Intentaba no pedirle nada más a ninguno de los dos, sobre todo a ella. No obstante, en ocasiones quería sorprender a Clark o salvarlo de las garras de un cliente que lo absorbía. Ocasiones en las que debía dar el brazo a torcer y solicitar más generosidad de la que dictaba el decoro. Debra jamás me lo reclamó, hasta que una tarde, mientras tomábamos el té, soltó el comentario que me hizo temblar:

—No le estás salvando la vida.

La taza se detuvo a medio camino entre el platillo y mi boca y levanté la vista hacia ella, atónito.

—¿Qué?

—Tu amiguito, Clark. No le estás salvando la vida.

La indignación sobrepasó la sorpresa. ¿Qué estaba queriéndome decir?

—No trato de salvarle la vida. La pasamos bien juntos, eso es todo.

—¿Tiene otra opción?

Debra se concentró en la cuchara revolviendo su bebida, pero yo no pude dejárselo pasar.

—¿Se puede saber cuál es el problema de que tenga un amigo?

—No son amigos, Gordon. Él vende un producto y tú lo consumes.

—Jamás le he pagado por... por eso.

Desde la noche en que conocí a Clark estuve evadiendo la idea de en qué consistía su trabajo. Lo comprendía a la perfección, mas me era imposible despojarme del esfuerzo inconsciente de evitar el tema. Me engañaba a mí mismo estableciéndolo como algo que hacía para salvaguardar su dignidad, no para mi propio beneficio.

—A él eso le da igual —dijo Debra, mordiendo un scone de queso—. A lo sumo sale ganando. Pero es una victoria superficial y eres demasiado listo para no darte cuenta. Ninguna invitación lo sacará de ahí y siempre habrá alguien feliz de pagar por lo que se supone que vende.

—¿A dónde vas con eso?

—Solo no quiero que te confundas. Piénsalo bien, ¿dónde te ves dentro de unos años? ¿Financiando la diversión trivial de un chico al que la vida debe haber tratado terriblemente? ¿Cuánto tiempo vas a invertir en esto y qué esperas sacar? ¿Cuánto tiempo va a pasar antes de que te aburras?

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Where stories live. Discover now