Capítulo 32

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Hollywood, 1967.

Supe que nuestro «hasta que la muerte nos separe» tenía fecha de vencimiento el día que Maureen habló de vender la casa. Me lo dijo como si tal cosa, cuando ambos estábamos sentados en nuestro sofá, ella hojeando una revista con los tobillos cruzados sobre el reposabrazos; yo tratando de enfocarme en la película antigua que había encontrado en la televisión.

Maureen acababa de regresar de uno de sus tantos viajes a los que yo me rehusaba a ir. Estúpidamente confiaba en que, sin mi compañía, pronto perdería las ganas de aceptar todas aquellas invitaciones, pero lo cierto era que parecía festejar el librarse de mí al menos por un par de semanas. Había pasado el último mes dando vueltas por Europa con Russell, Costner y otros más, y cuando retornó estaba tan cansada que apenas quiso contarme al respecto.

Era verano y el ventilador de techo estaba encendido, sus aspas emitiendo un zumbido amenazante. El calor me motivó a servirme una cerveza fría, cosa que mi mujer no aprobó en lo absoluto. Con los años sus ojos se habían vuelto exigentes y reprobatorios, muy alejados de la calidez que desprendían en sus días de adolescencia. Ella se lo atribuía a la edad; yo sospechaba que era debido a mí.

—Deberíamos vender la casa —soltó, humedeciéndose el pulgar para dar vuelta la página de su revista.

A pesar de que la escuché, no dije nada, no porque no quisiera, sino porque mis reacciones se habían tornado bastante más lentas de lo que ya de por sí solían ser.

—Gordie, ¿me oíste? —insistió, mirándome por encima del hombro.

—Perdóname, muñeca, ¿qué dijiste?

Maureen resopló.

—Que deberíamos considerar vender la casa —dijo una vez más. Acomodándose el peinado de colmena, cerró la revista y se puso en pie de un salto.

—Me temo que no te entiendo. ¿A qué te refieres con «vender la casa»? ¿De qué casa estás hablando?

—Pues de la nuestra, ¿de cuál otra?

Caminó hacia la cocina y yo la seguí, chocándome contra el sofá en el proceso. La vi detenerse frente a la ventana y mirar hacia el exterior, aun emparejándose el flequillo.

—No estarás hablando de la casa en los suburbios —reí incrédulo y mi sonrisa no tardó en desvanecerse—. Maureen, ¿la casa? ¿Nuestra casa? ¿La primera casa que...?

—Oh, vamos, ya ni siquiera vivimos allí. No hemos estado ahí desde que ellos... Tú sabes, aquella adorable pareja... ¿Los Sanderson?

—Los Sanford —la corregí.

—¡Sí, exactamente, los Sanford! Bueno, pues no hemos estado ahí desde que los Sanford se fueron.

No conseguía procesar lo que estaba pasando. ¿Maureen quería vender la casa? ¿Cómo podía ocurrírsele una locura de tan grueso calibre? ¿Acaso aquel pedacito de sueño americano que nos había visto crecer y transformarnos en lo que alguna vez fuimos ya no representaba más que un montón de paredes, puertas y ventanas para ella?

—Maureen, no piensas con claridad. Estás tomando una decisión precipitada.

—No estoy tomando una decisión; lo estoy conversando contigo.

—Ni siquiera deberíamos estar teniendo esta conversación —protesté—. Lo que propones es una barbaridad. ¿Cómo vamos a vender nuestra casa?

—No tuviste problemas con alquilarla...

—Para empezar, nunca estuve del todo de acuerdo con eso. La única razón por la que accedí a hacerlo fue porque pensé que eso te haría feliz.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Onde histórias criam vida. Descubra agora