Capítulo 13

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Hollywood, 1959.

El día que siguió al cumpleaños de Russell, decidí faltar al estudio. Me dolía el estómago debido a una extraña comida tailandesa que Maureen me había convencido de probar en el almuerzo anterior, de modo que preferí quedarme en la habitación del hotel, aburriéndome con un viejo libro de arte cuyas páginas amarillentas no detallaban ninguna corriente más allá del romanticismo.

Maureen llamó a eso de las dos de la tarde para notificarme que tenía una hora libre y que podía unirme a ella para comer. Le expliqué que no me sentía del todo bien y fue muy comprensiva con la cuestión, repitiéndome una y otra vez lo mucho que me amaba y cuánto anhelaba que mejorase para poder estar juntos de nuevo.

Para ser sincero, no estaba experimentando tanto dolor. Era apenas una incomodidad que molestaba, sí, pero no me tenía retorciéndome en un charco de mi propio vómito. A pesar de ello, me sentía protegido en ese cuarto. Era un dormitorio lujoso y cálido, que me daba la impresión de estar resguardado de todo lo que detestaba, siempre y cuando no descorriese las cortinas.

Desperté a la mañana siguiente, acostado encima de las sábanas. A mi lado, yacía la tranquilizadora presencia de Maureen, de quien solo distinguía el nacimiento de la melena rubia. Debí haber hecho un movimiento extraño, porque enseguida el bulto bajo las mantas empezó a retorcerse y unos lumínicos ojos verdes emergieron en la penumbra.

—¿Cuánto tiempo llevo dormido? —pregunté.

Maureen bostezó y retiró las sedosas telas que cubrían su cuerpo, quedando tapada solo hasta la cintura. Era hermosa a esta hora del día, cuando podía mantener los párpados separados con dificultad y ni su rostro ni su pelo se había sometido aún a la magia de los cosméticos. Me dedicó una sonrisa somnolienta mientras me apartaba algunos mechones de la frente.

—Al parecer, mucho antes de que yo regresara —explicó—. Fuimos todos a cenar a la casa de Harry. Tendrías que haber visto a Deb...

—Desearía haberlo hecho.

Una ligera tristeza pareció atacarla y de inmediato me arrepentí de haber hablado.

—Oh, no fue la gran cosa —rio—. Todo el tiempo deseé que estuvieras allí, pero la próxima vez será. Por lo visto, aquí son fanáticos de las reuniones sociales. Es formidable.

—Formidable. ¿Y cómo te fue en el trabajo? —Tanto la palabra como la pregunta se me atragantaban cuan bocadillo fugitivo.

—Estupendamente, cariño. Grabamos varias escenas muy divertidas. —En verdad lucía incapaz de contener la risa mientras recordaba—. Por ejemplo, la escena de cuando Danny y Claire comienzan a verse con más frecuencia y...

—Quieres decir que trabajaste con Russell.

—Oh, bueno, pues sí. Fue gracioso porque... Avísame si estoy aburriéndote, cariño. Quizás es demasiado temprano para hablar de estas cosas.

Entonces razonó lo tarde que debía ser y se giró a toda velocidad para buscar el reloj en la mesa de luz.

—¡Dios mío, siete y cuarto!

Yo no estaba en condiciones mentales para preocuparme, aunque era obvio que se trataba de un asunto serio. Solo me quedé allí mientras la veía brincar fuera del lecho, enfundarse en su salto de cama y empezar a revolver cajones y armarios con desesperación, poniendo nuestra apacible recámara patas arriba.

Todo se me hacía confuso por dos motivos. En primer lugar, Maureen nunca se retrasaba para nada. Mediante algún método que nadie terminaba de comprender, se las arreglaba para estar siempre lista e impecable por lo menos dos horas antes del compromiso pactado. Y, en segundo lugar, por más prisas que llevase, ella nunca se atrevería a desordenar a tal punto con el único fin de encontrar el atuendo perfecto. Verse bien era algo que se le daba natural, y podía usar los peores harapos si era necesario. Notarla tan enervada por cuestiones que antes se le antojaban superficiales, fue el primero de los síntomas.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora