Capítulo 9

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Hollywood, 1959.

Las revistas definían a Lynda Carroll y a Harry Duncan como todo a lo que una mujer y un hombre podían aspirar a ser. Y supe en cuanto aparecieron pavoneándose por el vestíbulo del Fishguard, que los columnistas de espectáculo decían la verdad.

Lo primero que me llamó la atención fueron las larguísimas piernas de ella. Medían alrededor de un metro —según lo que dejaban apreciar sus pantalones de cintura alta—, y se adueñaban de gran parte de su ya de por sí generosa estatura. Ni su lustroso pelo negro ni sus labios carnosos, me resultaron tan impactantes como aquella característica. Además, se movían con una gracia predeterminada, como si su forma de caminar fuese una coreografía ensayada durante años.

Él, por otro lado, era la encarnación de todo estereotipo sobre masculinidad jamás conocido por la sociedad moderna. Sus músculos parecían en tensión constante tras la delgada capa de ropa de diseñador, y aunque los ojos azules resplandecían de agresiva frivolidad, su sonrisa dejaba entrever que no pretendía ser una amenaza; que la fuerza de su cuerpo no se correspondía con su carácter.

—¡Maurie! —exclamó Lynda, levantando su mano derecha, dejando que sus anillos reflejaran la luz que se colaba por las banderolas.

Me sorprendía la sincera emoción con la que decía su nombre. Hacía apenas dos semanas, la llegada de mi esposa a su mundo se le antojaba de lo más injusta. Y sin embargo, ahora se acercaba a ella y le daba un beso en cada mejilla.

Intercambiaron los típicos saludos de cortesía, mientras Harry Duncan se adelantaba para imitar a su compañera. Entonces Lynda se paró muy derecha y dio un giro de noventa grados en dirección a mí. Miró a Maureen por encima del hombro y su uña pintada de rojo me señaló.

—¿Este es tu Gordon, cariño?

Tenía una voz grave y seductora. La aludida asintió enfáticamente, sin dejar de conversar con el gigante.

—Encantada de conocerte —me sonrió la joven actriz. Sus felinos ojos de chocolate no mostraron más que placidez.

Nos estrechamos las manos y recuerdo que nunca cesaba de asombrarme la cremosidad de las pieles hollywoodenses. Me pregunté si habría algo en el aire que respiraban o el agua que bebían.

—Podría decir lo mismo de usted, señorita Carroll —repliqué con amabilidad.

—Lynda, por favor.

La obsesión de la gente de cine con ser llamada por su nombre de pila era cuanto menos alarmante. Aun así, acepté la confianza, sintiéndome un poco contagiado. Había una suerte de seguridad enternecedora en aquel ambiente. Un atentado simpático a los formalismos, una promesa de que cualquier persona, fuese del nivel que fuese, podía convertirse en tu mejor amigo, y que toda la belleza que conocías a través de las películas estaba al alcance de tus dedos de mortal.

Cada vez me era más y más difícil mantener en mi mente lo rechazada que había sido Maureen cuando apenas llegó. Con la boca prodigiosa de Lynda Carroll mostrando sus blancos dientes, las ideas preconcebidas carecían del impulso suficiente para importarme.

—Soy Harry —se presentó la voz atronadora del hombre. La firmeza de su apretón de manos estuvo a punto de quebrarme los huesos—. ¿Sabes, amigo? Tú apenas nos conoces, pero Maurie ya nos ha contado todo de ti.

—¿Ah, sí? —Hice un patético intento de enarcar la ceja como Russell—. ¿Y qué les dijo?

—Que eres adorable, inteligente y tienes serios problemas de autoestima. —Se llevó las manos a los bolsillos del pantalón—. Y eso último es cierto, por lo visto. Bajas mucho la mirada y tu pie derecho no deja de golpear el suelo.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Where stories live. Discover now