Capítulo 55

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Nueva York, 2001.

—¿C-cómo que Maureen llamó? —fue todo cuanto pude enunciar mientras Debra sollozaba, luchando por apaciguarse—. ¿Cómo? ¿Cuándo? ¿Qué quería?

—¡No lo sé! —gimoteó ella—. Ocurrió hace... No sé cuánto tiempo. Una hora o dos, quizás. Preguntó por ti y le dije que no estabas, que... Lo siento, Gordon, no supe qué decirle. Intenté... intenté disculparme y...

Desplomándome a su lado, le eché un brazo alrededor de los hombros y la atraje hacia mí, haciéndola apoyar su cabeza en el mío. La situación era desesperante y a pesar de que mi moral me exigía ofrecerle consuelo antes que atosigarla a preguntas, lo que sentía estaba cada vez más cerca de lo sufrido aquella mañana del cincuenta y nueve, cuando salió llorando de una sala de casting donde mi esposa aún permanecía.

—Perdóname —insistió, ahora hiperventilándose. La apreté con más fuerza—. Entré en pánico, entré en...

—Quiero saber qué te dijo —la interrumpí suavemente a través del nudo que se había formado en mi garganta—. Por favor, Debra, solo explícame.

Debra sorbió por la nariz, secándose el rostro con una agresividad que me hizo arder la piel.

—Dijo que necesitaba hablar contigo. Le dije que no estabas. Me pidió que te avisara para que le devolvieras la llamada en cuanto pudieses. Le pedí... No, le supliqué que no cortase y...

—Tranquila.

—Es que... —Apoyando los codos en sus rodillas, se llevó la cabeza a las manos, jalándose el cabello de un modo preocupante—. Olvídalo —decidió de repente, poniéndose de pie—. Deberías llamarla y yo... yo debería irme a dormir.

Había emprendido marcha hacia el recibidor donde se hallaba la escalera, pero yo la detuve desde mi lugar.

—Espera. ¿No preferirías quedarte? Tal vez pueda hacerla entrar en razón.

Debra se giró para mirarme con el agradecimiento enternecido —y también un poco irónico— con el que se felicita a un gato por traer el cadáver de un ave como ofrenda. Sus labios, fruncidos por la angustia, esbozaron una sonrisa rota.

—Estoy un poco cansada. Preferiría meterme en la cama y no pensar, supongo.

No se lo cuestioné y me limité a desearle buenas noches. Podía poner la excusa que quisiera y la excusa incluso podía ser parcialmente cierta, mas para ninguno era un secreto que esa madrugada nadie iba a pegar un ojo.

-o-o-o-

Mis huesudas manos aferraron el auricular de manera muy similar a cómo lo habían hecho con la escalera de incendios de Russell, cuando estuve dispuesto a arriesgar mi vida por él. De aquello habían pasado casi dos años. Dos años en los que tuve que volver a levantarme, en los que recuperé cosas que creí perdidas y construí el segundo mejor mundo que jamás hubiese imaginado.

Había corrido tan lejos para alejarme de ellos: el hombre y la mujer a los que más amé. Había aceptado la derrota y encausado mis ríos en otra dirección, solo para que ella regresara, tal y como hizo esa tarde de 1968 para contarme de su infertilidad. Y ahora, con un chasquido de sus dedos —tan suaves como la primera vez que los toqué—, me orillaba a contactarla de nuevo. Me forzaba a rebobinar y resignificar cada uno de los componentes de mi universo, volver a disponer las galaxias y los astros a su medida, igual que si me pidiera cambiar los muebles de lugar.

En definitiva, solo había una mujer por la que estaba dispuesto a hacer esta clase de locuras.

En California debían ser las cuatro de la mañana, pero nadie hubiera sido capaz de adivinarlo con la velocidad de su respuesta como único indicio.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Where stories live. Discover now