Capítulo 28

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Hollywood, 1961.

Si bien Maureen había cosechado ya cierto renombre entre las personalidades del séptimo arte, su rostro no se volvió popular frente a las masas hasta que inició la promoción de su primera película. Luego fue imparable. Tan pronto como J. Martin Costner anunció formalmente que Maurie Ship protagonizaría Esclavos de la vergüenza, ya no hubo instante en el que pudiera respirar sin sentirse invadida.

Se había confirmado el milagro, el sueño de la chica sin nombre que se convierte en estrella de la noche a la mañana, y todos querían un trozo de ella. Todos querían salpicarse de su gloria antes de que surgiera el siguiente fenómeno de algún suburbio pobre o una granja del Medio Oeste.

Por mi parte, me encontraba indeciblemente confundido. Cada día recibía llamadas constantes de conocidos, muchos de los cuales ni siquiera recordaba. Tíos, primos, parientes de toda índole. Hasta mi padre se puso en contacto conmigo, indignadísimo porque no le había notificado acerca de mi nueva vida. La hermana de Maureen la acusó de haberle provocado a su padre un ataque al corazón —cosa que resultó ser falsa—.

Mis antiguos compañeros de trabajo y algún nombre borroneado de mi anuario de secundaria no tardaron en comunicarse. Lonnie mencionó que el señor Richards dijo que siempre habría lugar en la farmacia para mí, pero me pareció tan evidente que lo que buscaba era aprovecharse de la popularidad de mi esposa para aumentar las ventas que lo rechacé. De todos modos, no había posibilidad de regresar.

La cúspide del absurdo fue cuando Brad Doyle, el imbécil de la preparatoria que guardaba un gran parecido con John Garfield, el mismo que había intentado propasarse con Maureen, llamó para decirle que nunca olvidaría el tiempo que pasaron juntos. Estaba tan metido en personaje, que no se percató de que no era ella quien había contestado el teléfono.

—Soy su marido. Gordon Shipman.

—¡Gordon Shipman! —exclamó, sin disimular su asombro–. Es decir, lo siento, creí que... ¿Gordon Shipman? ¿La Pulga Shipman? ¿Gordon el enano? ¿Gordon el...?

—El mismo.

—¡Santo Dios, lo lograste!

—Sí, lo logré —dije orgulloso.

—Vaya, pues yo... respeto eso. Que la disfrutes, amigo.

—Espera, ¿cómo conseguiste nuestro número de...?

El tono de marcar me detuvo a mitad de frase.

Fuera de nuestro apartamento, la situación no era mucho mejor. Las antiguas cenas tranquilas los fines de semana habían quedado sepultadas bajo avalanchas de curiosos, aproximándose a nuestra mesa para preguntar si era ella, si era Maurie Ship. Las mujeres no lograban camuflar su admiración y envidia cuando se la cruzaban en la calle, no solo por el hecho de que le pagaban por besar a Russ Weatherby, sino porque su sola presencia era digna de mención.

Hacía mucho que Maureen había olvidado las prendas y los zapatos modestos que la vieron transformarse en el ama de casa perfecta, pero la elegancia con la que vestía ahora era la de una inconfundible figura del cine. Su cintura estrecha siempre acentuada por un vestido caro o los pantalones más ajustados que pudiese encontrar.

Sus blusas tenían más detalles que nunca y los botones de sus largos abrigos resplandecían bajo la luz del sol. La exigencia que le imponía el andar siempre de tacones agregaba un vaivén hipnótico a sus caderas y provocaba que casi me superase en estatura.

Con el cabello platinado cayéndole sobre los hombros o alzado en vertiginosos peinados, con sus gafas oscuras y su nariz respingada apuntando hacia arriba, no había forma de equivocarse. Cuando te encuentras a una mujer así por la calle, aunque su nombre no te sea familiar, sabes que estás presenciando el nacimiento de una leyenda.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora