Capítulo 2

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Los Ángeles, 1959.

La tarde en que mi vida cambió para siempre, el calor era insoportable. Siempre he aborrecido los viscosos veranos de California y aun sabiendo que el repugnante estado del cine y la ostentación me vería morir, acariciaba la idea de mudarme a algún pueblito sureño en Texas, Luisiana o cualquier otro sitio que no fuese este.

Ese día, el aire estaba todavía más pesado que de costumbre. Sentía cómo la chaqueta se adhería a mi espalda sudorosa y cómo ambas se pegaban a la cubierta del asiento.

Como si fuera poco, el Packard color café que antaño había sido un flamante coche recién comprado, ahora se quejaba cada treinta segundos. El motor emitía sonidos agónicos que se multiplicaban cuando pasábamos por algún bache, y amenazaba con dejarme varado en la calidez abrasadora de la calle en cualquier momento. Yo le pedía un esfuerzo más. Mañana lo llevaría al mecánico, le prometía, e iba a asegurarme de que el maldito estafador lo dejase como nuevo esta vez. Pero hoy no podía fallarme. No después de ocho horas metido en la farmacia, vendiendo medicamentos para la jaqueca y atendiendo a patéticos adolescentes que no sabían cómo pedir un condón, sin ningún ventilador que me refrescase.

Detestaba mi trabajo. Odiaba la monotonía, las preguntas estúpidas de los clientes y al señor Richards, el anciano propietario de mi prisión. Era un hombre obeso y corto de vista, con unas gafas de tanto aumento que lo hacían parecerse a un personaje de caricatura. Creo que también estaba un poco sordo o que tenía alguna raíz italiana, porque siempre entraba a la parte delantera de la farmacia hablando a los gritos. Y cuando en serio quería gritar, cuando estaba echando chispas por los ojos gigantescos, era una auténtica tortura.

Claramente, mi vida dejaba mucho que desear, pero tenía mis pequeños grandes placeres cotidianos. Uno de ellos era la preciosa chica que solía esperarme en casa, con una sonrisa sincera y un buen plato de comida sobre la mesa.

Sonará como algo común y corriente, algo a lo que cualquier hombre podría aspirar, mas no era así. Porque había una sola cosa en la que las mujeres como la mía pensaban; una sola cosa que deseaban más que nada en el mundo. Esa cosa era lo único que yo no podía ofrecerle a Maureen.

Desde que tengo uso de razón, he sabido que los hombres nos medimos por una serie de condiciones muy sencillas. Cumpliendo con nuestro papel asignado, nos corresponde ser el sostén de una familia nuclear y saludable. Toda nuestra función gira alrededor de ese simple principio y nuestras obligaciones van desde mantener felices a nuestras esposas, hasta pagar las cuentas y trabajar día y noche para que las mejillas de los niños permanezcan sonrosadas por una excelente alimentación.

Debería ser tan fácil. El anuncio que se alzaba orgullosamente sobre los tejados de mi vecindario me lo recordaba cada mañana y cada atardecer.

El padre se sentaba en su sillón favorito, con un periódico sobre el regazo y una pipa colgándole de la boca. Todavía llevaba puesta la corbata, y miraba a sus espectadores con la expresión de que su vida no podría ser mejor.

La madre estaba a su lado; rubia y cándida, igual que mi Maureen. Con una sonrisa en el rostro, le alcanzaba una botella de refresco a su marido, y le contemplaba con la misma devoción con que las colegialas admiran a sus enamorados.

Un niño y una niña jugaban alrededor del sillón, riéndose a carcajadas.

Odiaba ese anuncio y me sentí muy feliz cuando lo tiraron abajo para construir el primero de muchos edificios de apartamentos en su lugar. Aquel maldito cartel representaba todo lo que debía tener y no tenía.

-o-o-o-

Mi palacio era una vivienda familiar de dos plantas, con muros pintados de rosa. Sus jardines tenían el césped mejor cortado y las flores mejor arregladas de toda la cuadra. Recuerdo a la perfección las miradas rencorosas que la señora Sanders solía lanzarme desde el otro lado de la avenida, celosa del estado de nuestros rosales.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora