Capítulo 33

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Los Ángeles, 1967.

No sé cuántos días pasaron antes de que el refrigerador se vaciara de comida y mis bolsillos se vaciaran de dinero. Con las persianas bajas y mi visión demasiado nublosa para distinguir las manecillas del reloj, era imposible saber qué hora era. Debió haber transcurrido un buen tiempo, porque por primera vez en mi vida tenía una barba de verdad, sucia y desprolija.

Tengo que reconocer que eso último no era tan agradable como hubiera anticipado. Me costaba trabajo comer y el vómito y la saliva se secaban entre los vellos con frecuencia, formando una especie de mazacote que desprendía un olor repulsivo, justo debajo de mi nariz.

Encerrado, temeroso de contestar el teléfono y ser víctima de más humillaciones, sabía que tarde o temprano iba a morir allí y nadie jamás se daría cuenta. Los vecinos ya se habían quejado de los hedores que provenían de mi hogar, pero ninguno tenía la mínima decencia de llamar a la policía en caso de que ya me hubiese convertido en cadáver. Venían, azotaban la puerta y se iban. Supe que el hombre que vivía en mi misma planta se mudó —escuché conversaciones lejanas y muebles siendo arrastrados por las escaleras—, a lo mejor harto de compartir piso con un fantasma.

Llegado a este punto, ni siquiera ingería algo que no fuera agua o el alcohol de nuestras reservas. Había caído en un estado anémico. Mi ropa me quedaba grande —a pesar de que yo nunca fui un hombre robusto— y me sangraban las encías. El sabor metálico en mi boca reducía todavía más mi apetito.

Un día —o noche, o el momento que fuese—, al despertar, me di cuenta de que ya no tenía fuerzas para salir de la cama. Así que me quedé ahí, mirando al techo, acariciando el espacio libre a mi lado como si Maureen estuviese escondida entre los pliegues de las sábanas. Con todo lo sucedido entre mi antigua vida y la actual, a veces me preguntaba si Maureen existía realmente, si de veras se había casado conmigo, o si solo me la imaginé. Buscar confirmación en los periódicos y encontrármela en primera plana, enamorada de alguien más, habría sido una tortura peor que la incertidumbre.

Tampoco recuerdo cuándo fue que decidí irme ni por qué. Un creyente se lo habría atribuido a Dios, a alguna entidad divina que vino a mí para susurrarme que no estaba acabado, que tenía que seguir luchando. Lo único de lo que estoy seguro es que, una mañana/tarde/noche, amanecí con la súbita revelación de que no podía quedarme allí ni un minuto más.

Intenté levantarme varias veces. Cada una de ellas me empujó de nuevo sobre el colchón. No podía sostenerme en pie. Tras semanas o tal vez meses acostado, mis músculos habían perdido la memoria. Yo tenía vagos recuerdos de lo que era ser un humano funcional, pero mi cuerpo parecía haberlo olvidado. Por si fuera poco, siempre que me desplomaba encima de la cama, un olor rancio similar al de mi barba invadía mis fosas nasales, tan agrio y penetrante que no podía ser ignorado. Confundido y asqueado, me palpé la entrepierna, percatándome así de que me había orinado encima.

Cuando por fin logré salir de mi lecho de muerte, revisé las sábanas y las descubrí llenas de toda clase de fluidos. Era grotesco. Algo que molesta a muchas personas de mí es que se me puede advertir sobre las cosas mil veces, se me puede regañar en más de cien idiomas, y nada podrá tener tanto efecto en mí cómo una vista que me provoque náuseas. Supongo que el dicho de «una imagen vale más que mil palabras» es la mejor definición de Gordon Shipman.

Y vaya que mi imagen valía más que mil palabras. Luego de que con mucho esfuerzo consiguiera arrastrarme al cuarto de baño y sentarme sobre la taza del inodoro, el monstruo que me mostró el espejo me sobresaltó.

Aquel no podía ser yo. Mis ojeras no eran tan prominentes, mi cabello no era tan rebelde, mis labios no eran tan grisáceos. Tiré de mis párpados inferiores y noté que su interior estaba blanco. Las venas de mis brazos lucían demasiado pronunciadas.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)जहाँ कहानियाँ रहती हैं। अभी खोजें