Capítulo 4

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Los Ángeles, 1959.

Ritchie Valens cantaba una canción folclórica mexicana en el radio cuando tomamos la ruta que nos llevaría a nuestra perdición. El fuerte sol de la mañana obligaba a Maureen a abanicarse con un viejo folleto que encontró en la guantera, y Debra, desde el asiento trasero, sacaba su cabeza por la ventanilla como un perro feliz, aullando versos indescifrables que pretendían estar en español.

—Dile que vuelva a meterse en el coche —le pedí a Maureen con los dientes apretados—. Me pone nervioso.

Mi esposa resopló.

—Vive un poco, Gordie. Está emocionada.

La morena soltó un alarido de mariachi que me sobresaltó, casi haciéndome perder el control del vehículo. Los bocinazos de los coches que pasaban a toda velocidad junto a nosotros no contribuían a tranquilizarme.

—Pues no va a estar tan emocionada cuando uno de esos salvajes le arranque la nariz —repliqué. Debra volvió a chillar—. O cuando haga que nos estrellemos.

Maureen se rio y giró el torso hacia la parte trasera del carro. Por el espejo retrovisor, alcancé a ver el trasero esquelético de la otra, y cómo su amiga le tironeaba suavemente la falda para llamar su atención.

—Deb, Gordie quiere saber si puedes meter la cabeza —le habló, tan dulce como siempre.

Hubiese esperado un «Gordon puede irse al diablo», pero al parecer estaba demasiado agradecida conmigo para desafiar mi autoridad. Me obedeció en el acto, sentándose con las piernas juntas y las manos entrelazadas sobre el regazo, como una niña buena.

—Valoro muchísimo lo que están haciendo por mí —dijo—. Les daré crédito cuando todo el mundo me conozca.

—No puedo esperar —dije yo.

Maureen me dio un codazo y sonreí.

En la oficina de casting que había puesto el estudio, nos hicieron pasar a una gran habitación llena de actrices y jóvenes que deseaban serlo. La sala no tenía muchos muebles, solo un largo sofá color gris y unas cuántas sillas. Todos los lugares estaban ocupados. Yo era el único hombre del grupo, salvo por un muchacho que estaba sentado junto a una chica con la que conversaba.

Sintiéndome objeto de observación, miré la enorme pintura de Monet en uno de los muros y la puerta por la que, cada cuatro o cinco minutos, salía una aspirante y entraba otra. La puerta al futuro de una jovencita y al corazón roto de ciento de miles de ellas.

Una mujer de mediana edad emergió. Me di cuenta de que, a diferencia del resto, no ostentaba ningún cartel con un número sujeto a la ropa. Eso y el hecho de que cargase una tabla sujetapapeles, me hizo deducir que era una de las organizadoras.

Maureen, Debra y yo seguíamos parados junto a la entrada. No había mucho espacio para moverse allí. La encargada caminó hacia nosotros y nos inspeccionó con la mirada. Sus ojos lacrimosos pasaron por Debra y por mí, pero solo se detuvieron sobre mi esposa. Sacó uno de los carteles que usaban las demás de su tabla y se lo alcanzó.

—Número cuarenta y tres —le dijo.

Sin darnos tiempo de responder, se dio la vuelta, lista para volver al interior de la oficina.

Maureen se quedó tan tiesa como su mejor amiga. Tan pronto como reaccionó, corrió detrás de la encargada. La interceptó cuando estaba a punto de cruzar la puerta y, por la distancia, no pude oír nada de lo que decían. Sí vi que en un momento, la señora se volvió hacia nosotros y miró a Debra. Después de eso, se encogió de hombros y desapareció de nuestra vista.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Where stories live. Discover now