Capítulo 56

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Nueva York, 1982-1987.

Clark y yo no volvimos a pelear desde el primer cumpleaños que pasé a su lado. Habiendo limado nuestras asperezas hasta que cada uno de mis dilemas morales se consumió, ya no teníamos mucho por lo que discutir. Sin saber cómo, Debra y yo aprendimos a aceptar quién era y lo que hacía, aunque la desconfianza de ella no cedió hasta el día en que los presenté.

Fue una imagen enternecedora, aquella distinguida mujer de negocios que de distinguida no tenía nada enseñándole al chico desaliñado cómo usar los cubiertos en un restaurante fuera de su liga. Clark contaba chistes que para él eran graciosísimos y ella se reía a carcajadas, inclinándose hacia mí para preguntarme qué había querido decir cuando pensaba que él no estaba escuchando. Por supuesto que la voz discreta de Debra no era lo bastante diferente a su voz normal para que él no se enterase, pero el que ella pensara que sí nos divertía más que las bromas en sí mismas.

Hablamos de un sinfín de temas y no nos importaba que siempre hubiera alguien que no estaba lo suficientemente informado para participar. Nuestra compañía era tan grata y natural que el camarero llegó a confundirnos con una familia.

—¿De verdad cree que este chico podría ser mi hijo? —cuestionó Debra, extasiada, tocándose el pecho.

Clark y yo estábamos mortificados y nos apresuramos a esclarecer la situación, aunque estallamos en risotadas una vez el malentendido quedó en el pasado.

Sin duda fue un inicio espectacular para la relación entre mis dos seres queridos, pero las oportunidades de pasar tiempo juntos a lo largo de los años fueron escasas. Los horarios de ambos eran caprichosos y apenas alcanzaban a hacerse ratos para mí. Eso sí, el nombre de Clark fue añadido a la inmensa lista de regalos de navidad de la señora Peterson.

Yo, en cambio, era una constante en su vida. Cada sábado acudía a su encuentro y, si bien no siempre había un hueco disponible en su itinerario, Ned me tenía en alta estima y a veces se atrevía a hacer una excepción —si pagaba bien, desde luego—.

A esta habitual cita, se sumaban muchas otras en el transcurso de la semana. Salidas más informales en las que nos permitíamos recorrer el Central Park, ver una película en casa o hacer el amor. Esto último me preocupaba. Era obvio que ya no juzgaba a Clark y no deseaba hacer ninguna diferencia entre él y mi amante anterior, pero había una realidad que no se podía ignorar. Cientos de personas como nosotros morían todos los días y conocíamos el motivo.

No había forma de que alguien como yo pudiera sobrevivir. A mediados de mi quinta década y con un historial de salud colmado de altibajos, acusarme de no anticipar el desenlace sería insultar mi inteligencia. Y Clark no era ningún tonto tampoco. Sabía lo que era, había visto a gente morir, gente a la que podía ponerle un nombre, y estaba claro que el gobierno no iba a mover un dedo por ninguno de nosotros.

Tuvimos un susto en el ochenta y cinco. No me explicó qué era lo que lo hacía sospechar exactamente, mas su terror me impuso intuir que tenía razones.

Fueron semanas infernales. Siempre usábamos protección, mas la estadística susurraba que había una posibilidad. Si Clark se había contagiado de SIDA, lo más seguro era que yo lo padeciera también.

Hice cuanto pude por ser fuerte. Lo dejé llorar contra mi pecho a pesar de que me atemorizaba, lo ayudé a mantenerse limpio y sobrellevar un violento síndrome de abstinencia hasta que pudiese ir a un doctor y me quedé despierto cada noche rezando porque eligiera seguir así cuando la pesadilla terminara. Si terminaba.

Era una noche lluviosa y Clark yacía desmayado sobre su sofá cuando Debra me llamó para saber cómo estaba. Fue ahí, en el medio de su apartamento cayéndose a pedazos, con los ojos clavados en las gotas sobre el cristal, que me animé a decirlo por primera vez.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Hikayelerin yaşadığı yer. Şimdi keşfedin