Capítulo 46

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Nueva York, 1981-1982.

Esa noche, al llegar a casa, no me metí en la cama de inmediato. Aquello suponía un gran cambio de mi rutina habitual, pues acostumbraba a desaparecer debajo de las sábanas y rezarle a los dioses de la inconsciencia por que me llevasen lo más pronto posible.

No esta vez. Pensar dolía y la madrugada ofrecía una invitación a pensar demasiado tentadora, pero durante aquella velada eso no me intimidó en lo más mínimo. Había pasado por las suficientes emociones para desplomarme sobre el canapé de la sala con algo más que Russell en la cabeza.

Asombrosamente purificado de mi angustia, con la memoria de un tacto frío que me distraía del calor que ya empezaba a olvidar, cerré los ojos y me propuse esperar hasta la mañana para ordenar mis ideas frente a una taza de café y una aspirina. Entonces se hizo la luz.

Me incorporé, mareado, y la desaprobadora figura de Debra me devolvió la mirada desde la entrada. Tenía las manos en las caderas y no había ira en su rostro, solo preocupación.

—Creí que podrías necesitar ayuda para llegar a tu dormitorio. ¿Volviste a emborracharte?

—No... no creo haberlo hecho... —respondí—. Pero... creo que hice un nuevo amigo.

Los labios de Debra se curvaron hacia arriba, mas las reservas no abandonaron sus ojos. Cuando éramos jóvenes, se habría entusiasmado y hecho cientos de comentarios de mal gusto con aquella traviesa sonrisa, como hizo la primera vez que le hablé de Russell antes de saber quién era. Ahora, más sabia y cínica, no sabía si felicitarme o desearme suerte. Necesitaba más detalles que yo no estaba convencido de tener, y aunque los tuviera, dudaba si sería prudente revelarlos.

¿Qué iba a decirle? ¿Qué conocí a un veinteañero que vendía su cuerpo en un local bailable donde todos tenían la mitad de mi edad? ¿Que se portó amable conmigo porque le compré una cerveza y le pagué por charlar lo que otros habrían pagado por...?

—Me alegro por ti —finalizó Debra, entre honesta y cauta—. Que descanses.

Y se retiró, porque era todo lo que la dejaría hacer por mí y ella lo tenía tan claro como yo. Darme alas o cortármelas habría sido lo mismo.

-o-o-o-

Cada fin de semana, yo regresaba al club donde lo conocí, solo para desilusionarme al no obtener noticias suyas. Era un círculo vicioso: los lunes, martes y miércoles eran días parcos, uniformes, como toda mi vida durante los últimos años. Luego, el jueves asentaba vibraciones esperanzadas en mi pecho, el zumbido de algo grande acercándose. El viernes traía consigo la euforia absoluta y Debra lo advertía, ya sin fuerzas para recordarme ser sensato; como si permitirme tener ese día de falsedad valiese más que todas las verdades del mundo. Y el sábado, volvía y esperaba. Esperaba por horas y nada sucedía. El domingo era jornada de luto.

No comprendía por qué me afectaba tanto. Solo hablamos unos minutos, muchos de los cuales estuvieron manchados de mi rechazo y sus burlas. Clark no se comparaba con nadie a quien hubiese conocido y, de una forma u otra, amado. Russell, Maureen, incluso Ernie Sanford, todos habían sido más importantes y próximos a mi corazón que él, un total extraño. Reconocía en aquella decepción los errores del pasado y eso no me gustaba. De nuevo me dejaba envolver; de nuevo le ponía nombre a un perro que solo se quedaría conmigo hasta que su dueño lo reclamase.

Y vaya que lo reclamaban. Clark era de esas personas que todos conocían y nadie veía nunca. Una leyenda dentro de su propio universo, famoso en la infamia, elevado en la inferioridad. Por instantes dudaba si era un hombre o solo un mito popular, una sombra que nosotros confundíamos con una criatura, un Pie Grande urbano. Lo único seguro era que me estaba volviendo loco.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Onde histórias criam vida. Descubra agora