Capítulo 18

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Los Ángeles, 1960-1961.

La mañana después de que Maureen destruyera el mural, nuestra casa parecía embrujada. Yo había logrado dormir muy poco la noche anterior, dedicándome esencialmente a dar vueltas en la cama y reaccionar de forma abrupta cada vez que la rama de un árbol tocaba el ventanal, por lo que amanecí más cansado de lo que estaba cuando me acosté.

Sin embargo, sabía que tenía bastante trabajo que hacer y no iba a permitir que un episodio aislado me desmoralizara. Incorporándome sobre mis codos y mirando hacia el cuerpo inconsciente de Maureen, me dije a mí mismo que era el momento de recuperar el control sobre mi propia vida.

Aquello fue una señal inconfundible de que tenía que ponerme los pantalones y el nuevo día llegó con el anuncio de que era mi última oportunidad. Ella no estaba dejando de amarme, solo pasaba por una experiencia que le generaba dudas. Hollywood la tenía engatusada y Russell era la personificación de eso, de modo que lo único que debía hacer era ofrecerle un punto de referencia mil veces mejor. Así la tendría a mi lado de nuevo.

Deseoso de empezar a cambiar el destino, me levanté y comencé a arreglarme. No quería despertar falsas expectativas sobre nuestra futura vida cotidiana; sencillamente tenía que demostrarle lo buena que podía llegar a ser. Con esto en mente, me di una larga ducha y me coloqué la camisa más mundana, el suéter más suave y los pantalones más limpios. Esa era la idea que debía transmitir. «Sí, Maureen, este es el perfecto chico norteamericano con el que te casaste. ¿No te alegra haberlo hecho?»

Cuando me sentí listo, caminé a paso veloz hasta la habitación profanada y cerré la puerta con llave. Ninguno de los dos volvería a pisar su suelo estropeado. Y acto seguido bajé al recibidor, levanté la caja de herramientas desparramada sobre él y la arrojé, sin el menor cuidado, por la escalera del sótano. Era el segundo lugar de la casa que clausuraba en un periodo de diez minutos.

Al llegar a la sala, noté esa aura espectral que llevaba envolviendo a mi hogar durante un buen rato. Todo parecía tan normal y a la vez tan enfermizo. Era como si aquel sector no se hubiera enterado de lo ocurrido con su dueña, y ahora estuviera tratando de preguntarme con discreción a qué se debió el alboroto de ayer. Como resultado, parecía la sala de espera de un hospital del que ningún paciente salía vivo, donde los médicos mantenían sentadas a las familias que aguardaban por una buena noticia que jamás llegaría.

No iba a dejar que eso me deprimiera. Incapaz de tolerar el silencio absoluto mientras intentaba dominar el impulso de volver la vista hacia el estante de licores, me dirigí al radio y lo encendí.

La canción más sonada del año no contribuía precisamente a animarme, pero prefería someterme a la fantasía de que estaba en un lugar de verano antes que enfrentar la nefasta realidad.

Tras subir el volumen al máximo, me encaminé en dirección a la cocina y abrí el refrigerador. Salvo por un cartón de huevos con apenas dos unidades y un par de latas con alimentos de fecha de vencimiento desconocida, estaba vacío.

Tendría que ir de compras.

-o-o-o-

Lloyd Price cantaba su Never let me go cuando Maureen finalmente despertó y bajó a la sala. Llevaba esperándola ya una hora, con los croissants y el té enfriándose sobre la mesa y los éxitos del año tornándose más y más dolorosos a medida que las canciones avanzaban. Aun así, sabía cuánto le encantaba aquel intérprete y me sentí aliviado de que, con su voz sensible y melodiosa, musicalizara el instante en que Maureen descubriera lo mucho que la amaba.

Su silueta se dibujó en el medio del cuarto. Tenía el pelo revuelto de tanto dormir y su delicado puño rascaba uno de los ojos. Profundas bolsas colgaban de sus párpados inferiores y pensé que jamás había visto a mi chica así de agotada. Los síntomas de la resaca eran evidentes y me golpeaban de una manera brutal.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Where stories live. Discover now