Capítulo 10

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Los Ángeles, 1959.

Nada había cambiado. El mundo no se terminó después de mi fin de semana en Hollywood, y llegué a casa con la firme convicción de jamás volver. Si Maureen quería verme, tendría que venir, y yo me encargaría personalmente de cualquier lujo que pudiera desear, pero estaba seguro de que no regresaría a la capital del cine ni aunque mi vida dependiera de ello.

Había quedado tan aterrado que subirme al Packard para marcharme supuso toda una odisea. De algún modo, relacionaba mi breve crisis de angustia con los automóviles, y tenía miedo de experimentar algo así de nuevo mientras conducía. Sin embargo, no sucedió. Al cabo de un par de horas, los intimidantes rostros sonrientes del viejo anuncio me daban la bienvenida y nunca me sentí tan aliviado.

Mi médico no ofreció muchas explicaciones acerca de lo ocurrido. Dijo lo de siempre: que debía comer mejor y hacer más ejercicio y más cosas que me gustasen. Para ser honesto, trasmitió la sensación de estar bastante cansado de mí. Me envió fuera del consultorio con la mayor sutileza y la garantía de que, siguiendo las simples recomendaciones, todo iría sobre ruedas. No fueron sus palabras lo que me convenció, sino el miedo de que me tomase por enfermo mental y quisiera encerrarme si le pedía que indagara en el asunto.

Quise comunicarme con mis padres y me resultó una idea tan estúpida que colgué antes de discar el número completo. Él me aconsejaría que dejase de lloriquear y me hiciera hombre, porque una vez que creciera ya no tendría berrinches tontos; ella me diría que lo obedeciera. La verdad era que prefería no pasar por algo así. ¿Para qué escuchar cosas que podía decirme yo mismo?

Esa noche, me escondí debajo de las sábanas y hundí la nariz en la almohada de Maureen. No había contratado a nadie para que se ocupase del aseo de la casa, por lo que la funda conservaba el antiguo perfume de su cabello. Era difícil hacerme a la idea de que nunca volvería a sentirlo bajo mis fosas nasales, invadiéndolas mientras las hebras sedosas les hacían cosquillas. Me pregunté si retornaría a su champú antiguo cuando esta locura del cine terminase y perdí el conocimiento.

Las pesadillas donde la malicia camuflada de Lynda Carroll y Harry Duncan se las arreglaba para torturar y humillar a mi esposa de maneras depravadas e inimaginables apenas me dejaron dormir.

—Ya no soporto verte así —sentenció Lonnie, cruzándose de brazos—. Haz lo que tengas que hacer, secuéstrala y tráela de vuelta si quieres, pero tengo dos hijos que no dejan de hacer ruido y lo último que quiero es venir a trabajar para encontrarme con un muerto viviente.

—Es bueno saber que mis problemas son tus problemas, Lonn —dije con sarcasmo, ordenando las cajas de analgésicos que nos acababan de llegar encima del mostrador.

Su mano gigantesca me dio una palmada en la espalda que, si pretendía reconfortarme, solo provocó que dejase caer uno de los paquetes.

—Gordon, por favor, nos conocemos hace seis años —sonrió, codeándome con toda la delicadeza que su corpachón podía emular—. Nuestras esposas son amigas. ¿Crees que en serio no me preocupo por ti?

—Pues pareces más preocupado por tu comodidad, si me lo preguntas.

Lonnie negó con la cabeza una y otra vez, soltando risitas incrédulas y repitiendo «no, no, no...»

—Amigo, no estás entendiendo nada. —Me tomó el hombro—. Ven a almorzar a casa el domingo. Nos encontramos en la iglesia y te llevamos con nosotros, ¿eh? Los niños siempre se van a casa de su abuela, así que solo seríamos Joanne, tú y yo. ¿Qué me dices, Gordon?

Lo pensé. Los Parrish eran un matrimonio ante el que me agradaba guardar distancia. Tenían la pésima costumbre de pelear por boberías y siempre querían involucrar a otros en sus discusiones.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Where stories live. Discover now