Capítulo 36

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Los Ángeles, 1968.

Para mi decepción y alivio, la mañana después de mi primer beso con Russell no difirió en gran medida de mis anteriores despertares de cruda. El dolor de cabeza, el revoltijo en el estómago y los párpados lagañosos —entre otros malestares físicos— fueron los únicos que subieron a la cama conmigo, y no había espacio para la lucha interna en medio de tantos huéspedes.

Me levanté alrededor de las once y media. Al mirar por la ventana de mi dormitorio, vi que mi coche había sido aparcado frente al garaje y cuando bajé a desayunar, noté que alguien había deslizado las llaves por la ranura del correo, tal y como Russell prometió.

Sentado a la mesa con una taza de café delante y una aspirina disolviéndose en mis entrañas, pensé en lo sucedido. Las emociones estaban atenuadas por la resaca, pero eran una extrañísima mezcla de orgullo y temor. Me sentía feliz por lo que había hecho, como si me hubiera quitado un peso de encima. Y, al mismo tiempo, me daba pánico lo que pudiera llegar a ocurrir en el futuro.

Esta terrible incertidumbre se tornó más palpable cuando, un rato más tarde —luego de que ya me hubiese duchado—, el teléfono sonó. La memoria de Russell diciéndome que hablaríamos de lo que pasó fue lo primero que se me vino a la mente, despertando toda esa culpa que, hasta el momento, no había opacado mi sensación de conformidad.

Aun así, contesté la llamada.

—¿Diga? —Mi voz sonaba un poco más entusiasta de lo que hubiese querido.

—¡Gordon, gracias a Dios! —exclamó Debra—. Estás bien. Cariño, algún día vas a matarme de un disgusto. ¿Qué fue lo que pasó? ¿Estuviste bebiendo de nuevo?

La desilusión de que no se tratase de Russell se volvió contra mí cuando tuve que admitir la verdad.

—Sí, bebí un poco.

—¡Gordon!

—Lo sé, lo lamento. Es que... —Me pasé la mano por el rostro y suspiré—. Maureen vino ayer.

Un silencio se interpuso entre Debra y yo. Silencio que solo se disputaba el espacio con la respiración entrecortada de ella. Paradójicamente, podía escucharla contener el aliento.

—¿Maurie? —musitó.

—Ajá...

—¿Qué...? ¿Por qué? ¿Qué buscaba? ¿Qué te dijo?

—No sé si deba...

La frase se perdió en el laberinto de dudas donde me encontraba inmerso. ¿Era buena idea divulgar la intimidad de Maureen de esa forma? ¿Y justamente ante una persona a la que ella ya no sería capaz de confiarle ni su color favorito?

Resoplé. Era su mejor amiga. Claro que podía confiárselo.

—Maureen tiene endometriosis —solté—. Siempre la ha tenido. Es... es de familia.

—Por supuesto, su madre... —razonó Debra, bajito.

—Sí, y su abuela, y también su tía, me parece.

—Entonces...

—Exacto —asentí, tragando saliva—. La esterilidad... siempre corrió por su cuenta.

—Oh, Dios mío... —Casi podía verla cubrirse la boca con una mano, sus ojos agrandándose—. Y... ¿y tú cómo estás?

—Bien. Creo que estoy bien.

Me sorprendió descubrir que no mentía. El dolor por Maureen y la maldición que nos había separado seguía allí, pero había algo todavía más importante que actuaba como un halo protector, apartando cualquier desgracia ajena a sí mismo, como si quisiese ser el único con derecho a hacerme daño. Al menos por ahora, estaba bien.

Mi amigo Russell (VERSIÓN EDITADA)Where stories live. Discover now