2: Un general pierde una batalla

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Eru no la perdió de vista.

Era imposible que Níniel fuese más rápida que él, incluso subida encima de ese animal. Pero le encantaba leer las sutilezas de su rostro por las cuales podía averiguar su siguiente movimiento. Por algo había sido el mejor y más longevo general de las fuerzas élficas, y ese algo era su capacidad de prever las maniobras del adversario.

En aquel momento, Níniel resopló, y cuando el gesto no fue suficiente para alejar las mechas caídas alrededor de su rostro, las recogió con la mano a la nuca y volvió a subirse la capucha.

Al contrario que al resto de los elfos, a él no le incomodaba su aspecto ni creía que debería ocultarse bajo tierra por eso. Sí, era el resultado de un procedimiento prohibido, el intentar convertir a un humano en un elfo después de su muerte, pero ella no era culpable del trato que se había hecho en su nombre. Los elfos la mortificaban solo porque les recordaba que no eran perfectos, que podían equivocarse como cualquier humano tonto. Mucho menos que un humano tonto, pero podían hacerlo.

—Verás... —empezó ella, alzando un dedo tan largo como el de él. Enseguida corrigió su falta y escondió la mano en el interior de la capa—. Para que esta discusión tenga lógica, tenemos que recordar nuestro primer trato.

Se adelantó y tiró de la cuerda del asno con brusquedad, alejándose de él.

Eru ya sabía qué quería decirle. Aun así, le permitió continuar.

—Si lo recuerdas... —él bufó ante el insulto. Como si pudiera olvidar algo—, cuando te hice general...

—Tú no me hiciste general —espetó—. Además, deberías dirigirte a mí con el respeto que impone mi título.

Níniel boqueó.

—¿Tu título?

Eru enderezó los hombros y frenó las ganas de golpear la tierra.

—Soy un príncipe.

—Estoy segura de que lo eres. —Ella le guiñó un ojo y pasó de su amable recomendación—. Cuando pactamos que llegarías a cumplir tu magnánimo deseo de ser general, firmaste que perderías algo a cambio. —Encogió los hombros—. Como cualquier elfo, quieres algo que tu magia no te permite conseguir, pagas con algo de igual valor o superior. Si no lo recuerdo mal, el pago que ofreciste fue tu primer amor.

Eru estaba seguro de que Níniel no recordaba mal ninguna cosa. Su cabeza funcionaba al nivel de los elfos, incluso mejor. Era rápida en pensamientos, fulminante en respuestas, astuta en las condiciones que imponía en sus tratos. Hizo una mueca, reconociendo que tenía razón. Su primer amor había sido el pago para su más ardiente deseo de esa época, que escapara de las absurdas atribuciones de un príncipe y le sea permitido ir a la guerra.

—A mi prometida te dirigiste con el debido respeto. ¿Por qué no lo haces conmigo?

—¿Es ella tu primer amor? —preguntó Níniel, haciendo un gesto con la cabeza hacia las mesas vacías.

—Claro que lo es. Si no lo fuera no hubiese tenido intención de casarme.

—Pues eso. No hay nada que pueda hacer —dijo, y le dio la espalda.

—¿Cómo que no hay nada que puedas hacer? ¡Encuentra algo! —demandó. Sin querer, golpeó la tierra con la bota y a su alrededor se marchitaron las hierbas y las flores por su furia.

—No puedo. Que Tor-wë cuide tu camino.

Se despedía. Incrédulo, Eru miró la espalda de Níniel y cómo le hablaba al oído al asno. ¿Cómo se atrevía a despacharle de ese modo tan ruin? Era Eru Drallethi, el gran general de las fuerzas élficas, príncipe de la Corte de Otoño. No podía ser apartado como un mosquito. Tenía el poder de convertirla en un árbol, uno de tronco consumido por criaturas horríficas. Si quisiera, podría plantarla en una maceta y reírse en sus hojas cada día. No era él una persona propensa a la risa, pero la idea tenía más de un punto de atractivo.

NínielWhere stories live. Discover now