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Como parecía que Ieldal se había quedado mudo, Níniel tuvo que asegurar la defensa.

—Tranquilo, gran elfo, nadie está robando. Estábamos comprobando la calidad de la bebida. Teníamos la sospecha de que has sido envenenado.

Eru se acercó y Níniel pudo ver la preocupación en su rostro descompuesto.

—¿Por qué sospecharías eso?

Níniel se había saltado la cena y las tres copas que se había bebido con rapidez le nublaban la mente. Se percató de que había soltado la lengua y que estaba a punto de delatarse que le había espiado.

—Porque... —le pidió ayuda con la mirada a Ieldal, pero como este no podía mentir, estaba pálido como cera y sudaba visiblemente—. Porque cuando le pedí detalles sobre las preparaciones a Ieldal, me explicó que de la bebida se había encargado un chiquillo nuevo. Quería asegurarme de que es de confianza.

Eru avanzó, y Níniel sintió que sudaba frío.

¿Cómo se había imaginado que podría engañar a un general de guerra?

—Cualquiera que entre en la Corte de Otoño es de confianza —dijo él, con la arrogancia que le caracterizaba.

—Solo quería comprobarlo, pero estoy segura de que no se trata de nada serio, ya que te ves bien vivo. ¿Ha acabado tu cita? ¿Ha ido bien? —inquirió con suavidad en la voz, en un intento de cambiar de tema.

Eru sacudió la cabeza. Sus pómulos estaban ruborizados y la camisa, arrugada. Solo por esas señales y Níniel entendía que había ido bien. En realidad no deseaba detalles, pero esperaba alejar la mente de Eru del improbable envenenamiento.

—Ha ido muy bien. No hemos acabado, he venido por más vino.

—¿Cuál le gustaría a Su Alteza? —Ieldal regresó de los cielos de Tor-wë e intervino, tan solicito que resultaba sospechoso.

Níniel enarcó una ceja en aviso al ver que las pulseras de la ayuda de cámara tintineaban por los nervios.

—Un tinto, por favor. No muy espeso.

—Por supuesto, Su Alteza. Si desea regresar, yo se lo traeré.

—No, me lo llevo —dijo Eru.

Ieldal desapareció para encargarse del vino y se quedaron solos en la estancia demasiado grande, muy silenciosa.

—¿Cómo te ha ido? Hace mucho que no te veo —preguntó Eru.

Níniel quería poner distancia entre ellos, pero estaba rodeada por obstáculos. Mesas, sillas, barriles y el propio Eru, con ella en el medio. La cabeza le daba vueltas y hacía demasiado calor. El turbante con el que había ocultado su pelo pesaba tanto que hacía esfuerzos para mantener el cuello recto. Había notado el aire fresco al entrar, pero, de repente, pareció calentarse con la luz de diez soles.

—Bien, gracias —respondió secamente—. Si me permites, me retiraré a dormir.

—No, no te lo permito —dijo Eru. Sus ojos eran brillantes, ascuas vivas del color de las esmeraldas—. Te he buscado, ¿sabes? No has estado a mi disposición, como debería. Te he necesitado... quiero decir, he necesitado de tu ayuda.

Sorprendida por su enfado repentino, Níniel agachó la cabeza, en una actitud sumisa.

—Te he ayudado con todo lo que he podido. Y tú mismo has reconocido que ha salido bien, así que no veo el problema.

Eru le alzó la barbilla con el dedo índice.

—No, supongo que no lo ves.

Níniel aceptó encontrar su mirada pero el instinto le dijo que haría mejor en no mantenerla.

NínielWhere stories live. Discover now