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«¿Ieldal te ha puesto muy guapo?»

Níniel gruñó por lo bajo. Cuando se dio cuenta que el sonido había sido demasiado alto, se mordió el puño. Por culpa del oído extraordinario de los elfos no podía ni respirar más fuerte. Esperaba que los dos estarían demasiado ocupados como para sospechar que ella echaría un vistazo.

Había llegado antes que ellos al lugar del encuentro. Había elegido el jardín más alejado del castillo, y no tenía nada que ver con que era también el más oscuro. Los árboles de lila no estaban florecidos, y sus ramas casi desnudas se enroscaban alrededor de los de glicinia. Anémonas azules y violetas negras sobresalían en la hierba, alumbradas por farolas cubiertas por hojas.

Oculta detrás de los arbustos, con el pelo cubierto por un pañuelo y vestida en colores oscuros, esperaba pasar desapercibida en su intento de comprobar cómo iba el encuentro de los novios. Algunos lo llamarían espiar, pero el alma de Níniel estaba limpia. Estaba investigando y lo hacía para saber qué recomendarle a Eru para lo siguiente del cortejo.

«Por favor, qué Wysarora se decida cuanto antes», lanzó una oración silenciosa.

Aunque lo que había visto de la elfa no le permitía esperanzarse demasiado. En la ceremonia de la boda no se había fijado mucho en ella, ni creía que la hubiese reconocido de verla de nuevo. Recordaba un vestido precioso y muchas flores. Mirándola en ese momento, se preguntó cómo había podido derribarla Odiel, porque no era nada pequeña. El asno debía haber estado hambriento y querido mucho esa guirnalda.

—¿Cómo van? —susurró una voz en su oído.

Níniel ahogó un grito a duras penas cuando la melena blanca de Ieldal apareció a su lado.

—¿Te has propuesto matarme de susto? —le gritó en susurros.

Ieldal se llevó el índice delante de los labios y ella aguantó a penas las ganas de empujarlo para que se cayera de culo.

Encima que no había sitio ni para ella entre los matorrales. Había estado de cuclillas, pero ahora se dejó en las rodillas y se apoyó en las palmas para poder asomarse por el pequeño hueco creado por las hojas y las espinas. La astilla de una rama partida casi le atravesó el pómulo, y justo cuando logró buena vista, el elfo la tiró de la camisa y cogió su sitio.

Níniel frunció el ceño a sus espaldas. ¿Qué se imaginaba que hacía la ayuda de cámara de Eru? ¿Quitarle el trabajo?

—Fisgón —acusó, mientras jaló de uno de sus pendientes con fuerza suficiente para quedarse con un trozo de oreja élfica.

Ieldal se retiró, contorsionándose para liberarse la oreja.

—¡Señorita Níniel! —vociferó en susurros—. ¿Qué está haciendo?

—¿Cómo te atreves a cuestionarme? ¿Qué estás haciendo tú? —Ieldal boqueó, pero ninguna explicación tocó sus labios—. Exacto —exclamó Níniel triunfante—, no tienes razones para espiar a Eru.

—¿Y su señorita las tiene?

—Por supuesto que... no —declaró ella—. No estoy espiando, estoy haciendo mi trabajo. Me aseguro de comprobar que todo va bien.

—¿Y cómo va todo? —preguntó Ieldal, con una ceja arqueada.

Con su oreja libre ahora, estaba sentado en la tierra, de cara a Níniel. Estaban tan cerca que Níniel podía contar las cintas que recogían su pelo en coletitas.

—No lo sé. Me impides hacer mi trabajo —declaró con la dignidad de una reina.

—Pues háganlo, y luego, por favor, infórmeme.

NínielWhere stories live. Discover now