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Eru comprobó con la vista las estanterías del cuarto de armas, sopesando si se había llevado todo lo que iba a necesitar.

Los niños soltaban gritos alrededor, entusiasmados porque les había incluido en la elección de sus escudos, los mejores arcos, las más veloces dagas, las más flexibles flechas.

Los días anteriores se le habían pasado volando. En cuanto la noticia de que participaría en el Torneo de Kelegreat se escuchó en la Corte de Otoño, los alrededores del castillo se llenaron de aldeanos, elfos manufactores que le ofrecían sus regalos. Era un honor que llevara al combate el arma fabricado por una casa, y si ganaba, la fama de este llegaría a los cuatro cortes y su negocio triunfaría.

Le había resultado entretenido hablar con sus subidos, escuchar sus quejas, agradecerles los ánimos, sentirse, por una vez, participante en su mundo. Hasta los padres de Wysarora le habían enviado una nota de elogios y un precioso puñal, con el filo tan brillante que podría usarlo como espejo, y el mango de madera de abedul, con incrustaciones en oro y rubíes.

Cuando Níniel le había propuesto participar, no le había parecido buena idea. Quería mantenerse lejos de cualquier tipo de combate, un poco más, unos siglos, hasta que su bestia sería solo un recuerdo sin importancia. No obstante, los días de preparaciones y las noches de descanso le habían inducido expectativas positivas. Era curioso que hubiese descansado tan bien en un momento cuando las preocupaciones deberían haberlo mantenido en vilo. Lo tomaba como una señal, la confianza clara en sus capacidades. Deseaba jugar a ser caballero y entrar en la arena llevando en el dedo el anillo de Wysarora.

Su único disgusto se lo daba Níniel, ¿cómo no?, porque se negaba a acompañarlos. Sin embargo, no la necesitaba. Ieldal tenía razón, ella había hecho su trabajo, no era necesario que presenciara el torneo. Además, Eru se sentía grandilocuente al permitirle que abandonara la Corte de Otoño durante esos dos días para regresar a su casa y encargarse de asuntos personales, desatendidos mientras se encontraba con él.

Asintió hacia los criados para que se llevaran el último baúl con las cosas y salió, acompañado por los niños. Ieldal ya estaba montado al lado del conductor de una carreta y Lotus le esperaba ensillado.

Sus padres y su hermano habían salido antes para finalizar la elección de su terreno y supervisar el montaje de las carpas. Ellos eran los últimos en salir, porque los elfos participantes al torneo no tenían permitido verse entre ellos antes del combate. El primer día sería dedicado a los desafíos, y en el segundo celebrarían, que hubiesen ganado o no.

No le faltaba mucho por llegar cuando un jinete solitario se asomó desde un bosque de abedules.

—Wysarora. —Eru alzó la mano para que la comitiva se detuviera, pero ella se lo impidió.

—No hace falta parar. He salido para que Hercus gaste la energía —dijo, señalando a su caballo—. Pero me alegra haberte encontrado. ¿Puedo acompañarte?

—Por supuesto.

Eru asintió y bajó el ritmo del galope, pero Wysarora se lo hizo saber enseguida.

—He dicho que Hercus necesita gastar energía, no dormirse. ¿Echamos una carrera? No es indicado hacerlo por el camino principal, muy solicitado —explicó ella, frunciendo la nariz—, pero si cortamos por este sendero hasta el lago y rodeamos la orilla, llegamos incluso antes.

Eru dio órdenes para que el resto siguieran sin él y la acompañó por el sendero.

—Es nuevo —constató, cuando llegó a su lado.

El caballo de Wysarora podría llegar a ser la envidia de todas las cortes. Parecía un hermano de Lotus, gigante, musculoso, de espíritu indomable. En ese momento, como si supiera que Eru hablaba de él, sacudió la cabeza con violencia y relinchó orgulloso.

NínielNơi câu chuyện tồn tại. Hãy khám phá bây giờ