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Níniel acabó de trenzar la corona de flores y la puso alrededor de las orejas de Odiel.

—Eres un príncipe guapo. ¿Verdad que sí? —Frotó su moro e inclinó su frente hasta unirla con la del asno—. Ahora sé un príncipe bueno, por favor, porque yo tengo que engañar al padrón de las historias para que no se entere de que piso su reino—. Vete a buscar tu comida y espérame hasta que salga. Te llamaré —le prometió, palmeando su lomo en señal de despedida.

Llevaba suficiente tiempo oculta para saber que Fingoblung debería haberse retirado a su morada para dormir y, cuando lo hacía, estaba ciego hasta el día siguiente. Ciego, pero no sordo.

Níniel se armó con los encantamientos que necesitaba para que la puerta se abriera, más uno especial que ocultaba los sonidos. Atravesó corriendo las tres barreras circulares que rodeaban la construcción. Era una sensación gélida, como si la magia estuviera hecha de mocos que se adherían a ella y se alargaban a medida que avanzaba. Costaba horrores escapar de la impresión, sobre todo después de haber llegado a la tercera barrera. La fuerza que se le interponía era tan grande, que, sin los encantamientos o el permiso para entrar tatuado en la palma de mano, Níniel hubiese sido convertida en comida para el gusano que reinaba en ese sitio.

Cuando logró pasar, se estremeció y cerró la puerta detrás de ella lo más silencioso que pudo. Después se paró para comprobar qué había cambiado desde la última vez que había visitado el sitio.

Fingoblung era un terco, siempre modificaba la decoración. Cuando Níniel creía que había memorizado los diferentes sectores, el gusano removía la tierra, tocaba el orden de los pisos de las cavernas y transformaba los pasillos. Y lo peor no era buscar los manuscritos que necesitaba, sino que no sabía dónde había decidido dormir, podría dar con él en cualquier momento.

—Encantamientos ocultos —susurró, casi sin mover los labios.

Vio sombras doradas moviéndose en la distancia, en el interior de dos de las cavernas. ¿Cuál elegir? Una se abría a su izquierda, estrecha al principio, pero daba la sensación de que llegaba a convertirse en una sala ancha, de dimensiones desconocidas. La otra estaba con mucho por encima de su cabeza, tenía que escalar dos pisos. Níniel eligió el camino más fácil. Avanzó por el pasillo con el andar de un gato, cuidando de no tropezar con los libros-trampas que, a veces, Fingoblung dejaba por el suelo.

Cuando llegó al final del pasillo, entendió que había tenido razón; era una sala enorme, las estanterías se perdían en la lejanía hasta desaparecer en la negrura. Estaban posicionadas en semicírculos, de tal modo que ninguno se cerraba y cada uno empezaba en el interior del otro, como un laberinto.

—Gusano malvado —furfulló Níniel—. Si me pierdo aquí, me comeré tus preciosos escritos —amenazó, murmurando.

Soltó un suspiro y empezó por la primera estantería, a la altura de su nariz. Sus ojos se habían acostumbrado a la semioscuridad y la magia del sitio encendía las letras cuando el manuscrito se tocaba. Rozó con la punta del dedo el lomo de un volumen gordo, que le desveló el título de «Encantamientos ocultos y olvidados». Parecía algo que necesitaba, pero no una vez había perdido el tiempo en leer algo parecido y entender que explicaban cómo lograr que la hierba se volviera más sabrosa para las cabras. El siguiente era «Conjuros para la hora bruja» y en el otro lado se encontraba «El testamento perdido del noble elfo Gilantrion».

—¿Si está perdido cómo es que se encuentra aquí? —se rió Níniel.

Alzó la mirada y el dedo para dar con «Recuento de poderosas maldiciones», «Encantamientos populares para elfos tradicionales» y «Una historia ilustrada de cuentos que han pasado».

NínielWhere stories live. Discover now