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¿Nos reímos un poco máspor los problemas de Níniel?


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Níniel se arropó más con la manta mágica.

Había llovido la noche entera. Casi no había pegado ojo por el golpeteo furioso del agua y el retumbar de los truenos. Aunque había apagado el farol grande y los dos pequeños, que le había dejado Ieldal, los relámpagos habían iluminado la cueva, jugando con su mente y haciéndola creer que veía cosas que no estaban allí.

Ieldal había montado un lecho pegado a la pared de fondo, con el barril para la hoguera en la parte izquierda, no muy lejos de donde tenía tendidas las piernas. Cerca de su cabeza había una mesa con dos estanterías bajo ella y varias cestas de almacenaje. Por supuesto que el suelo estaba barrido y cubierto por una alfombra, pero, por lo menos, no había cuadros ni pinturas. Todavía.

La familia de gatos se había acomodado en una canasta, cerca de la entrada, detrás de una pila de leña y Odiel les acompañaba.

Se había hecho de día hacía tiempo, pero no quería moverse. ¿Para qué hacerlo si no tenía obligaciones, no se notaría su falta, no importaría si se levantaba o no? Estaba perfectamente con la nariz metida en la manta, envuelta en un olor maravilloso. La cueva estaba lo suficientemente lejos del castillo como para no escuchar los voces de los criados. Estaba sola en el mundo. Con un asno y una familia de gatos.

—¿Señorita Níniel? —susurró una voz desde la entrada.

En respuesta, ella se tapó la cabeza.

—¿Está despierta? —insistió la voz.

Níniel soltó un gemido.

—¿Está enferma? ¿Puedo entrar?

Ante tantas insistencias, Níniel bufó y se incorporó en el trasero, apoyando la cabeza contra la pared de madera. Odiel no se había movido, lo que le decía que el intruso no era peligroso. Además, reconoció la voz.

Por supuesto que Ieldal había salido en su busca. Antes de acercarse, el elfo estudió el cuarto con una mirada de aprobación.

—Ordenaré que le pongan una puerta. Y una campana, es absolutamente necesaria para su intimidad. —Se detuvo no lejos de la cama e inclinó la cabeza—. No se ve muy bien. Voy a llamar al curandero.

—No lo hagas —pidió Níniel en voz baja.

—¡Pero está enferma!

—Es solo mi alma, Ieldal. Pesa mucho hoy.

—Ya veo —comentó el elfo, puesto en dificultad. Estaba claro que no tenía conocimientos que podrían curar un alma—. He venido para informarla de que tiene visita, pero puedo rechazarla en su nombre.

—Deja de hablarme como a la reina, Ieldal. Haces que me sienta peor.

El elfo boqueó.

—Por supuesto, seño... Níniel.

—¿Quién es? —inquirió. ¿Sería que algún cliente la necesitara con tanta desesperación que había averiguado dónde estaba?

—La señorita ninfa Eawe.

—¿Eawe está aquí? —Níniel sintió la necesidad de lavarse a fondo, tomarse una poción mágica y fingir que se sentía de maravilla.

—Le transmite que necesitaba comprobar cómo la tratamos en la Corte de Otoño y que se apresure, porque le pone de mal humor no tener los pies en su río. También comentó otras cosas que no me permito repetir en su presencia —confesó Ieldal cabizbajo.

NínielWhere stories live. Discover now