14

25 4 8
                                    


Níniel se tragó la risa. Quería asegurarse de que Eru estaba de humor antes de empezar a hacer de las suyas. Teniendo en cuenta cómo se habían separado, no confiaba en atacar primera y arriesgarse a despertar a la bestia.

Por suerte, Honey se adelantó con la explicación.

—Odiel redujo su tamaño para no asustar a los gatitos. Jamás he visto un animal con magia. ¿No es encantador?

La mueca que hizo Eru al escuchar el calificativo hizo que Níniel se mordiera el puño para no carcajearse. Por tanta tensión le entró hipo y se agarró la barriga.

—¿Sigues doliente? —inquirió Eru, con la mirada fija en ella.

Níniel apretó los labios y sacudió la cabeza en negación. ¿Cómo se atrevía a hacer memoria del vergonzoso momento en el que habían sido participantes? No estaba preparada para recordar cómo la había mirado, como si hubiese sido su elección ahogarse en el interior de su boca. Borraría esas imágenes de su mente aunque significara hacer un pacto con una criatura de dones turbios, que necesitaba control sobre su cabeza.

—Estoy bien —aseguró en voz grave. Se aclaró la garganta y lo intentó de nuevo—: Me siento muy bien, gracias por la preocupación, Su Alteza.

Eru la estudió un momento más, y la idea de Níniel de pactar con el ser maestro de las mentes obtuvo mucho más atractivo. Daría cualquier cosa por leer los pensamientos del elfo.

—Seguidme —dijo él, y se dio la vuelta.

La luz le envolvía ahora de delante, dejando a la vista el contorno de su cuerpo. El viento empujaba contra él y llenaba la cueva de su olor característico, helechos y madreselva. Odiel también lo notó, y antes de que Níniel pudiera impedírselo, se adelantó corriendo. Por supuesto, el asno se había olvidado de su tamaño, por lo que se quedó un momento desconcertado, sin entender por qué no llegaba a mordisquearle el bajo de la túnica a Eru. Cuando dedujo el problema, no necesitó más que una explosión de luz y un chillido para volver a su estatura habitual. Entonces rebuznó en el oído del elfo.

Eru saltó en los brazos de Ieldal, que había prestado atención y no había sido tomado por sorpresa. Maldijo en voz baja, recobró la compostura, se golpeó el oído varias veces y volvió a ordenar:

—Seguidme. Todos.

Los niños encabezaron la marcha, dirigiéndole miradas preocupadas a Níniel. Después vino la gata, despacio, empujando a sus hijos cuando lo necesitaban. Níniel encogió los hombros y se unió a la procesión, curiosa por lo que tenía en mente Eru. A estas alturas, sabía sobre el aprieto en el que se encontraban los niños y estaba preparada para defenderlos, si fuera el caso.

Eru se detuvo afuera, entonces se percató de que el espacio era muy pequeño para todos.

—Vosotros, no —indicó a la familia de gatos.

La gata siseó en respuesta y se dio la vuelta. Níniel tardó para ayudarla a regresar a los pequeños. De todos modos, planeaba compartir el espacio con ellos. Se sentiría mucho mejor que en el cuarto de los empleados, a salvo de miradas fisgonas y cuchineos. Tenía luz, una mesa vieja y dos sillas, una chimenea improvisada en un barril de terracota y se arreglaría un sitio para dormir. Seguro que a Eru le daría igual donde descansaba su trasero. Incluso mejor, lo hablaría con Ieldal y ni se lo comentaría a él.

Cuando salió en su busca, Eru estaba en un claro y regañaba a los niños en voz baja. Ieldal se había retirado varios pasos para ofrecerles privacidad, pero Odiel tenía las orejas alzadas y prestaba atención a las palabras del elfo.

NínielWhere stories live. Discover now