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Eru sufrió con estoicismo las atenciones de Ieldal.

—Está muy apuesto, Su Alteza —declaró con evidente orgullo en la voz mientras peinaba pelusillas invisibles de su túnica.

Eru se abstuvo de compartir su opinión, que no coincidía. Llevaba tantas pulseras, collares y adornos que no confiaba poder mantenerse de pie. Seguro que en cuanto saliera, las aves lo confundirían con una especie depredadora.

—La belleza impone limitaciones —gruñó—. No me gusta.

Probó a caminar, pero las botas nuevas le estrechaban las pantorrillas y la túnica estaba tan apretada que le costaba respirar. Tiró del cuello de su camisa, bien cerrado con un broche brillante que representaba a un león alado.

—¿Crees que es buena idea recordarle a Wysarora que puedo convertirme en una bestia? —inquirió.

—Una criatura bendecida por el dios Tor-wë no es una bestia, Su Alteza. Lo que le recordaremos a la señorita Wysarora es su fuerza y su capacidad de defender tanto a la familia que van a formar, como a sus tierras.

Eru gruñó de nuevo. Quería la opinión de Níniel, pero no la había visto desde hacía varios días. Cada vez que mandara a llamarla tenía obligaciones que le impedían acudir. Se había enterado que había salido al bosque con los leñadores, que había ayudado con la cosecha y que había participado en el nacimiento de dos potros. De repente, su nombre estaba en la boca de todos los criados y parecía que consideraban que les traía buena suerte. ¿Desde cuándo eran ignorantes los elfos?

Eru había investigado en secreto y sabía que la nueva posición de Níniel tenía que ver con un par de tratos que había regalado. Una melena más brillante para una criada que había nacido con un desafortunado pelo rizado, piel sin imperfecciones para un infeliz que no encontraba cura para sus granos, hasta un cambio de voz para un elfo que, cada vez que abría la boca, sonaba como el chillido de una ave.

Como si hubiera leído sus pensamientos, Ieldal la nombró.

—Tenemos la obligación de seguir la lista de consejos de la señorita Níniel. La fuerza está en la lista, la belleza también y nos olvidemos de los modales. Insistió en eso último, me pregunto por qué —comentó Ieldal, muy atento a la expresión de Eru.

Eru resopló, indignado por lo atrevido que era su ayuda de cámara. Sabía que lo había visto dejar caer a Níniel y lo más probable era que se lo recordaría el resto de su vida. Uno podría actuar con cortesía todo el tiempo, pero al primer error se olvidaba su caballerosidad y se convertía en un desgraciado.

—No te preguntas nada porque conoces la respuesta. No te atrevas a cuestionar mis modales. No hay nada que sirva en esa lista. Wysarora volverá a aceptarme y punto —afirmó con arrogancia.

—Estoy seguro de que cree en su opinión, Su Alteza —Ieldal se apresuró a estar de acuerdo—. Pero la lista me parece bastante acertada.

—No voy a construir mi matrimonio sobre pilares de mentiras. Ese... —Eru se giró, avispó con las manos e hizo tintinear las pulseras— no soy yo.

—¿No está usted apuesto? ¿Tampoco fuerte?

—No te hagas el listo, Ieldal.

—Sí, Su Alteza.

—Recuérdame qué más hay en la lista.

—Instrucciones sobre la preparación del lugar de encuentro, enseñanzas sobre cómo estaría bien que actuara, posibles escenarios de conversaciones —enumeró Ieldal—. ¿Ha ensayado sus respuestas?

NínielDonde viven las historias. Descúbrelo ahora