3: Una segunda vida no significa una mejor vida

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Níniel no hizo caso a las protestas de Odiel.

Le había costado lo suyo sacarlo del claro y convencerle de que se fueran a casa. Por suerte, no estaba lejos.

La Corte Astillada, lo más bajo de las cortes de los elfos, se encontraba en el medio de las otras, en una superficie mucho más honda que el resto. El suelo allí caía en picado, pero no era un valle, sino un conjunto de desfiladeros, pasos y cumbres, con pocos espacios abiertos atravesados por una multitud de riachuelos provenientes del, gran y bendecido por el dios de los elfos, río Yrthane. Cada lado de las subtierras había tomado prestada la particularidad de las cortes élficas; uno frondoso y casi siempre verde, otro al principio de la vida, lleno de flores por la corte de primavera, el tercero helado y el último copiando el oro de la corte de otoño.

Níniel conocía todos los caminos de entrada y salida hacía el resto de las cortes. Para llegar a su vivienda rodeó gran parte de la frontera, bajó el precipicio y después atravesó un campo de amapolas, cuidando de que se tapara la boca y la nariz con un pañuelo. Le permitió a Odiel que se comiera dos flores, esperando que cayera dormido al llegar. Se ocultó de los niños, que siempre la acosaban, algunos curiosos, otros entrometidos o impertinentes, pero todos fisgones. Caminó en paralelo con la corriente de agua hasta que llegó delante de su casita. Allí el agua era baja, solo un par de gotas que corrían por encima y por debajo de las piedras. Lo atravesó, cuidando que no resbalara y dejó a Odiel en el pequeño jardín.

—Aquí te quedas —ordenó—. A ver si aprendes a comportarte.

El asno le enseñó los dientes en una mueca de fastidio.

—¿Qué hizo esta vez?

Níniel le frunció el ceño a Eawe, la ninfa que se había auto titulado su madre después de haber sido testigo oculta a su resurrección.

—No quieres saberlo —farfulló.

Eawe se contorneó como solo ella podía hacerlo, con su cuerpo formado por curvas flexibles. Cuando se hizo a un lado para que Níniel pasara no movió los pies, sino que dobló la cintura y los pechos de un modo que le resultaría imposible a cualquier ser con huesos. Cuando pasó, Níniel inspiró el olor del agua pura, que era su elemento.

—Sí lo dices así es seguro que quiero saberlo. —Sonrió, enseñando la hilera de dientes perfectamente blancos.

Níniel abandonó la bolsa, se quitó la capa e hizo lo que había planeado, se tendió de un lado, encima de la alfombra que estaba delante de la chimenea encendida.

La casita era pequeña, dos habitaciones y un salón junto al espacio con los utensilios de cocina, pero entre las dos no necesitaban más. Le pertenecía a Eawe, aunque después de tanto tiempo, Níniel había dejado su marca en muchos sitios. Todavía recordaba la pulcritud de los espacios, las paredes en las cuales vivía musgo, los cuartos sin decoraciones y el agua hasta los tobillos por todo el suelo. A Eawe no le gustaba estar alejada del agua, pero cuando Níniel había cogido confianza había dado curso a su pedido y se contentaba con el arroyuelo de detrás de la casa. También había retirado el musgo de las paredes y le había permitido poner alfombras y colgar pinturas. Para que Eawe no pasase mucho tiempo afuera, porque ambas necesitaban conversación de buena calidad, habían traído macetas de flores, arbustos y plantas colgantes. El resultado era que al entrar en la casa no se notaba, quedaba la misma sensación de estar fuera, pero con el confort de una cama, un sofá, o una alfombra.

Níniel se acomodó y esperó hasta que Eawe se sentó de cara a ella, apoyando su espalda en la pared.

—¿Recuerdas al príncipe de la Corte de Otoño?

NínielWhere stories live. Discover now