Capítulo 4

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La ayuda de cámara de Eru revoleteó a su alrededor.

—¿Le gusta la túnica?

Eru se miró en el espejo de cuerpo entero y torció el gesto. Había llevado el uniforme por tanto tiempo que había perdido el interés en la ropa. En la guerra la elección de lo que se pondría no era un problema diario. Uno más.

La túnica de la cual hablaba Ieldal era de color verde, respetando el tono de aquel día. Había guerra entre los elfos y los heraldos, las criaturas que querían hacerse con sus tierras desde hacía siglos, pero de cara hacía ellos mismos, deferían el respeto para el próximo. Cada día, vestían ropa de una de las cuatro cortes, otro reverenciaban la luna, el sexto, el sol y el último usaban blanco, en nombre del dios Tor-wë. Así cuando se encontraban o recibían visitas, demostraban su consideración mediante la elección de la ropa. Sobraba decir que su imperio no reconocía la Corte Astillada como una de las suyas. Allí vivían los que renegaban de las duras reglas élficas y se auto desterraban en el olvido.

Ese día le tocaba a la Corte de Verano y a Eru no podía importarle menos. Su pantalón era de un verde oscuro, casi negro, del mismo color que los botones brillantes de la túnica, por debajo de la cual llevaba una camisa de un verde pálido. La ropa no estaba mal, pero todavía le faltaba el peso de las hombreras de acero, de la coraza y las cubiertas de sus muslos. Para no hablar de las armas. Salir solo con una daga y un arco de alcance corto no le hacía sentirse a salvo. Era verdad que el número de los que querían verle muerto habían disminuido bastante, pero... No había peros, solo la dificultad de dejar atrás la guerra.

—Gracias, Ieldal. Puedes retirarte.

—Los pendientes, Su Alteza.

—¿Qué les pasa? —Eru comprobó el anillo que colgaba de su lóbulo izquierdo, la parte rapada de su cabeza, y a los otros tres que agujereaban la punta afilada de su oreja.

—He recibido unos modelos nuevos. Quizá le gustaría echarles un vistazo. —Ieldal abrió una caja de madera y le enseñó filas de pendientes brillantes, con piedras preciosas, lazos y cadenitas.

Eru se aclaró la voz. Su nueva ayuda de cámara, proporcionada por su madre después de haber regresado de la guerra, había sido un honorable caballero de la Corte de Invierno. Aparentaba ser maduro, fuerte, decidido. No obstante, Eru había notado la intención del elfo de disminuir el efecto de los tatuajes de su cuello y de la cicatriz que le surcaba la mejilla, con embellecerse. Elegía plumas coloreadas para adornar sus pequeñas trenzas blancas, multitud de collares y pulseras, o el atuendo que llevaba aquel día, del color de las esmeraldas.

—No, gracias —dijo. Dulcificó la negativa al ver la cara desilusionada de Ieldal—. Tal vez otro día.

—Con mucho gusto. —El elfo le dio la espalda y Eru se dispuso a salir.

—El cinturón... —Ieldal lo detuvo.

—¿Sí? —inquirió Eru, girándose. Tocó su cinturón, el cuero, suave por su antigüedad.

—Quizá le convendría uno nuevo. Se llevan los colores pastel. —Con cara ilusionada, la ayuda de cámara abrió una puerta del armario y le enseñó una ristra de cinturones en los colores del arcoíris.

Eru abrió la boca y volvió a cerrarla.

—Estoy bien por hoy. Hasta luego, Ieldal. —Se adelantó para abrir la puerta y la mantuvo hasta que el elfo salió con la cabeza en alto y los labios apretados.

Él también abandonó la habitación poco después, sin prestar atención al sol que entraba a raudales por las altas y anchas ventanas, a la decoración de la escalera, a las lámparas de araña o a cómo brillaba la vajilla en la mesa preparada para el desayuno. En cambio, contó otra vez los escalones, probó a abrir y cerrar las puertas sin tocarlas, midió a los empleados que se reverenciaban a su paso e imaginó a los que trabajaban afuera.

NínielWhere stories live. Discover now