XXI

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Cuando despertó abrió los ojos sólo para volver a cerrarlos al darse cuenta que eran sábanas desconocidas las que le daban la bienvenida.

Sábanas desconocidas en una cama desconocida, y un dolor soportable pero molesto en partes del cuerpo en las que no recordaba haberse sentido adolorido nunca antes.

También estaba el hecho de que estaba desnudo.

Sí. Muy desnudo en realidad y con pruebas claras de actividades muy específicas salpicadas de manera azarosa en varias partes de su cuerpo.

Como sea, Alec no necesitaba examinar las evidencias para saber lo que había sucedido anoche, pues recordaba casi todo con claridad.

Recordaba el sabor intoxicante de la boca de otro hombre, la destreza de esa lengua sobre la carne sensible, el músculo duro debajo de sus manos y la fuerza de esos brazos que lo habían manejado con firmeza y precisión, como si su cuerpo fuese algo frágil, delicado y digno de atesorarse.

Recordaba también sonidos:

El sonido de gemidos y jadeos que eran producto de dos voces distintas, el sonido de una respiración pesada en su oído cuando sus cuerpos habían comenzado a frotarse entre sí y el sonido de su propia voz gritando de éxtasis y exigiendo al otro que no se detuviera ¡que continuara haciéndole todas esas cosas que eran prohibidas pero con las que se sentían como si estuviera en el cielo mismo!

Sí, podía recordar casi todo: la invitación del otro para seguirlo fuera del parque, una mano diligente guiándolo entre las calles hasta llegar a esa cama y después quedarse dormido envuelto en fuertes brazos debido al cansancio inducido por el más satisfactorio orgasmo de su vida.

¡Pero hasta ahí!

Porque de entre todos esos recuerdos y por más que lo intentaba no podía evocar con precisión ni la identidad ni el rostro del hombre con el que había aceptado irse a la cama.

Una ligera picazón en la nuca lo obligó a cambiar su postura y así el sol le dio en los parpados cerrados. Una vez sucedido eso ¿qué caso tenía seguir acostado? Porque por más que quisiese hacer lo contrario, el momento de confrontar toda la realidad finalmente había llegado.

Abrió los ojos esperando ver una habitación de hotel barato o algo similar, pero en lugar de eso había... bueno, había el colchón en el que Alec estaba (sólo el colchón sin base) y las sábanas y cobijas que lo arropaban y que eran de excelente calidad. Había también montones de tierra de diferentes colores en diferentes partes de la habitación, dibujos raros en las paredes y el piso y también velas de diferentes colores en las esquinas del lugar. Una vez más eso era todo: sin otros muebles o siquiera un ropero, sin cajas apiladas o cualquier otro rasgo que indicara que alguien vivía en el lugar.

Todo era confuso, extraño, inusual...

¡Pero ese no era el momento de preocuparse por eso!

Poniéndose de pie (y rezando porque nadie llegara y lo encontrara así) el castaño comenzó a buscar su ropa, la cual estaba seguro que en algún momento había dejado caer en el piso... ¡Oh vaya! Quien quiera que fuera el tipo que lo llevó ahí era alguien considerado, pues encontró desde sus bóxeres hasta su abrigo perfectamente doblados a pocos pasos de distancia del colchón e incluso su cartera estaba ahí con el contenido intacto.

Fuera cual fuera el protocolo adecuado para la situación Alec no pensaba quedarse a cumplirlo, así que se vistió a toda prisa y corrió por la puerta (abierta) de la habitación, lo que le permitió darse cuenta de dos cosas: la primera que estaba en un departamento, y la segunda que en ese departamento no había nadie viviendo formalmente aún (o por lo menos eso es lo que parecía indicar la falta de muebles y decoraciones).

Varios pasos largos después y un par de vueltas equivocadas lograron sacarlo del edificio de departamentos que resultó ser uno de los nuevos edificios que se habían construido cerca del parque y, después de tomar un autobús el castaño finalmente logró llegar a su propio departamento a eso de las seis de la tarde.

Concentrado como estaba con la idea de ducharse, ni siquiera se percató que las rosas rojas que adornaban la mesa se habían marchitado hasta pudrirse en cuestión de unas cuantas horas, y no notó tampoco que las bolsas con los suministros que había comprado descansaban sanas y salvas sobre la mesa.

Pero, lo más extraño de todo, es que tampoco notó que se había llevado consigo la bufanda marrón que aquel hombre le había obsequiado.

ALECDonde viven las historias. Descúbrelo ahora