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Desde que se percataban de que eran una presa, sus cuerpos empezaban a prepararse para la huida; nunca se atrevían a luchar. Querían ser autosuficientes, pero se sentían débiles ante mí, y esa zorra vanidosa no iba a ser diferente. Debía darme prisa antes de que sus suprarrenales le inundaran el torrente sanguíneo de cortisol; eso era fatal para la piel. Esta hormona, entre otras cosas, disminuye la producción de colágeno y elastina, favoreciendo la aparición de arrugas, líneas de expresión y flacidez. No os podéis imaginar el aspecto que presentaban al cabo de dos días, sin contar que su maquillaje se echaba a perder después de tanta lágrima de cocodrilo. Su tez perdía el brillo y la luz característica de la juventud y las ojeras ya se hacían visibles. Sus ojos parecían hundidos y sus párpados se veían edematosos y enrojecidos de tanto lloro inútil. El maquillaje no era problema, era fácil rehacerlo, pero la piel requería una preparación especial y cuanto menos deteriorada, mucho mejor.

Podía intuir su comportamiento de víctima, e incluso predecir cuál sería su próximo movimiento; pocas veces me equivocaba, y eso hinchaba mi ego, igual que hace el helio con un globo. Me encantaba darme cuenta de que yo era el puto amo, y ellas siempre tan predecibles, llegaban a darme asco. Parecían cortadas todas por el mismo patrón. ¿Por qué salían hasta bien entrada la madrugada? Solo había una respuesta: desafiar a la propia naturaleza. Pretendían que un conejo se alejara de su madriguera y que nunca se topara con un depredador. ¿Qué había a esas horas intempestivas que tanto les gustaba? Yo te lo diré, la respuesta es simple: yo. Les gustaba provocarme, exhibirse a todas horas, y después se ponían ante mí, solas e indefensas, pretendiendo que las ignorara. Eso no iba a ocurrir. La naturaleza tenía su propia jerarquía, y la mía coronaba la cima. Yo no soy quién para decirles por dónde ni cuándo pasar, pero ellas a mí tampoco pueden pedirme que no me comporte como lo que soy: un depredador.

Hay unas pocas reglas. Son sencillas. Permíteme mencionarte las cinco primeras.

Regla número uno: No pretendas correr con tacones cuando tu oponente calza deportivas especializadas para ello.

Regla número dos: No corras mirando hacia atrás; restarás velocidad y no podrás sortear a tiempo los posibles obstáculos.

Regla número tres: No pierdas tiempo con el teléfono móvil hasta encontrar un lugar seguro. Perderás rapidez si no se te cae antes de las manos.

Regla número cuatro: No te escondas en rincones oscuros; tarde o temprano jugarán en tu contra. Demasiado obvio.

Regla número cinco: Ya no hay marcha atrás. Implora a la suerte y reza lo que sepas.

Sandrita quebrantó todas y cada una de las reglas. Fue fácil dar con ella. Era egocéntrica, como todas; con tal de tener seguidores, aceptaba a cualquiera en sus redes sociales. Basta con poner una foto de perfil de un chico guapo, por supuesto, cercano a su edad pero un poco mayor, con un par o tres de años máximo, es suficiente; eso les encanta, se sienten interesantes y disfrutan haciéndose las remolonas. Luego, tan solo tienes que seguirlas por internet; es la mejor herramienta de la que disponemos. Es un gran escaparate, una ventana a la que solo tienes que asomarte y echar un vistazo; un catálogo en el que solo hay que consultar y escoger a tu presa favorita. Las hay a miles, todas esperando su turno. Pero no hay prisa; nunca tengo prisa para escoger a una. Me tomo mi tiempo y disfruto del momento. Primero la sigo en las redes sociales; la observo, la conozco, recojo datos sobre ella: dónde vive, dónde estudia, si trabaja, qué come, quiénes son sus amigos o amigas, si tiene novio, los sitios que frecuenta, si le gusta la comida basura, si le gusta el sushi, ¿comida sana? El tipo de música que escucha, si es promiscua o es todo fachada, si estará en casa, si sus padres están fuera, si se va de viaje, qué hará el fin de semana y con quién. Hasta me dicen la ropa que se pondrán o llevarán. En las redes sociales, ¡cuelgan toda su vida! Incluso incluyen vídeos con los que puedes saber cómo hablan y su tono de voz. ¡Todo! Son un caramelo, un blanco más que fácil.

Una vez ya tienes elegida a tu favorita, solo tienes que seguirla y esperar. Siempre surge el día del imprevisto y, ese día, allí estoy yo para aprovecharlo; entonces es mi oportunidad y te aseguro que nunca, ¡jamás!, he desperdiciado ni una sola. Siempre son mías; ese día las engulle la noche y ya nadie las volverá a encontrar ¿Por qué? La respuesta también es fácil; conmigo... siempre todo es fácil, me las quedo yo. Yo las guardo a buen recaudo.

Ese día, Sandrita salió de la discoteca; dentro, la cobertura era una mierda y tenía que llamar a su novio Juanjo, un niñato que vestía con un chándal que parecía que lo tenía desde los diez años. El pantalón le quedaba estrecho y corto; creía que así se vería más cani o algo así, pero en realidad se veía ridículo, como todos los de su edad. Sandrita valía más que él, pero con tal de tener a alguien que le sobara las tetas, le daba igual, como a todas, o al menos a la mayoría. Juanjo también lo colgaba todo en las redes sociales, incluso cuando salía de la ducha mostrando su escuálido cuerpo. A esta edad, confunden estar en buena forma y musculado con verse las costillas y una fina loncha de carne por bíceps. Se exhibía haciendo posturitas, con la cara habitualmente tapada por el propio móvil al hacer la foto. En otras ocasiones, se enfocaba la pelvis en ropa interior; se suponía que tenías que intuir que allí había un par de pelotas. Si tuviesen que defender a sus novias de mí, me gustaría ver las pelotas que tienen. ¿Te lo digo? Las bolas del árbol de navidad tienen más dimensión que sus huevos. Son valientes en grupito pero cobardes para dar la cara de uno en uno, aunque en eso, eran igual que ellas. Las féminas se muestran muy fuertes en grupo, incluso para machacar a otras de su mismo sexo y arruinarles la fiesta, pero cuando están solas... ¡Ay, solitas! Son perras cobardes que no esconden el rabo entre las piernas porque, sencillamente, no tienen.

Como te contaba, Juanjo colgó su ubicación. Venía de fuera de Barcelona, y sabiendo la hora del encuentro en la disco, hice mis cálculos y ¡bingo! Él llegaría tarde, pero yo no. Solo era cuestión de tiempo que su novia saliese a llamarlo, cabreada por el retraso. Sabía que eso la sacaba de quicio, no porque valorara la puntualidad, sino porque ella tenía que ser el centro de todo. Y también era cuestión de tiempo que se quedara sola. Cuando la vi salir haciendo aspavientos y alzando la voz, yendo de aquí para allá, dándose importancia como un ejecutivo molesto por un contratiempo, pasé por su lado y ni siquiera me prestó atención. Se fue hasta la esquina, taconeando con sus botas hasta media pantorrilla.

—Ya está bien. Como no vengas rápido, te vas a enterar —dijo mientras colgaba y tecleaba algo deprisa en su teléfono.

Me coloqué en un punto estratégico, y a la vuelta topó conmigo, cortándole el paso. Mi sola presencia no suele presagiar nada bueno; me muestro intimidante y hostil, listo para saltar sobre mi presa, como cualquier depredador en la selva. Como era de esperar, intentó sortearme con su indiferencia, pero no lo logró. Cuando le corté el paso de nuevo, fue cuando reparó en mí. En ese momento, empezó a retroceder; obvio, siempre lo hacen.

Me preparé como lo haría un guepardo para la carrera. Tres... dos... uno. Salió corriendo por la calle; su intención era dar la vuelta a la manzana para alcanzar la entrada de la disco por el otro lado. Eso lo sabía yo, y lo habría sabido cualquiera; no hacía falta ser muy inteligente para deducirlo, pero claro, Sandrita tenía de todo menos inteligencia. La alcanzaría antes de que llegara a la otra esquina. Regla uno: no corras con tacones. Después, intentó llamar a alguien; aun sostenía el móvil en la mano mientras se giraba para ver si yo la seguía. Regla dos y tres, al traste. La regla cuatro ya no tuvo tiempo de saltársela; la alcancé antes de que doblara por la otra calle. La agarré al vuelo por el cuello, presionándolo con mi brazo el tiempo suficiente para que perdiera el conocimiento. Luego, pasé su brazo alrededor de mi cuello mientras la agarraba por la mano y por la cintura; quien nos viese pensarían que iba borracha y que yo la sujetaba. Llegamos al coche y listo, demasiado tarde para ella. A partir de ese día, Sandrita ya no actualizaría sus perfiles en las redes sociales. ¿Dónde estaría? Conmigo. Siempre están conmigo. 



LA ESCALERA DEL DIABLO. La cara oculta del monstruo (FINALIZADA)Where stories live. Discover now