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Bien, llegó la hora de ocuparnos de Sandrita; la verdad es que no la soporto más, terminará por taladrarme el cerebro, su voz me resulta cargante e irritable, no sé cómo no se cansa de chillar. Primero iré a cambiarme; cuando me ocupo de ellas me pongo un uniforme verde como el que usan en los hospitales. Me gusta el verde porque las manchas de sangre no se ven tan escandalosas como en el blanco. Encima de la ropa me pongo un mandil por supuesto, soy un tío pulcro, guantes y por último una pantalla protectora en la cara, aunque me la pongo justo antes de empezar. En los pies siempre botas de goma, así cuando paso la manguera al final, no me mojo.

El búnker lo tengo distribuido en diferentes estancias bien diferenciadas. Por un lado el calabozo, ya os he hablado de él; después el taller, esta sala... bueno, es dónde me explayo, me relajo y llevo a cabo mi afición. ¡Ah! ¿Qué aún no te he dicho cuál es? Selfis, preparo el último selfi, al final les he encontrado la gracia. ¿Matarlas? Por supuesto, pero creo que eso ya hace rato que lo habías averiguado, ¿verdad?

Por lo habitual, no suelo hablar con ellas. La causa es que no tengo motivos. Lo sé todo de ellas, ¿de qué podríamos hablar? No me hace falta, a no ser que sea para torturarlas un poco psicológicamente. Solo recurro a esto en aquellos casos que me hayan hecho cabrear demasiado, digamos que es mi pequeña venganza personal. Sé que estarás pensando si Sandrita es uno de estos casos. Has dado de nuevo en el clavo, sí, lo es. No solo se ha saltado todas las reglas habidas y por haber, sino que es realmente una niñata maleducada, consentida, soberbia y grosera.

Mientras abro el candado de la cerradura, se va al fondo de la jaula y se sujeta las rodillas contra el pecho, esconde la cara en ellas.

—No, por favor, te lo suplico, por favor, no. Déjame, por favor —empieza a rogar. Ya te dije que con solo acercarme a la puerta empezaría a suplicar.

Está en tensión, temblando, no colabora cuando la agarro del brazo y tiro de ella para atraerla hacia mí; no pasa nada, es lo normal, lo entiendo. Lo probaré de otra manera, la segunda forma suele ser más eficaz. La agarro por los pelos, tiene una buena melena morena, enseguida reacciona y se coge a mi muñeca con las dos manos para intentar contrarrestar la tensión que ejerzo en su pelo. ¿Ves que rápido? Ya está fuera. La intento poner de pie pero se deja caer al suelo, no es que tenga alguna dificultad, es una forma de hacer contrapeso y resistirse. Lo vuelvo a intentar por segunda vez, prefiero que sean ellas las que vengan andando, no me gusta utilizar según qué métodos, no tendría por qué ser necesario. Vuelve a hacerme lo mismo. Vale, no pasa nada, nos vamos igualmente. Podría llevarla en volandas, lo sé, pero ¿para qué contradecir sus preferencias? Si no quiere levantarse, no la voy a obligar, al menos, no de momento. La saco por la puerta arrastrándola mientras la llevo cogida del pelo, ella patalea mientras sigue sujetándose a mi muñeca. Es como arrastrar una mochila ligera.

Soy un tipo grande, mido algo más del metro noventa y peso ochenta y cinco quilos de puro músculo. En La Guarida tengo mi propio gimnasio, aun así, todos los días salgo a correr entre diez y quince quilómetros para mantener la resistencia, un depredador como yo no puede permitirse acabar agotado a las dos zancadas.

Justo en la puerta de al lado del calabozo está el taller; cuando abro, la levanto del suelo y ve lo que hay se viene abajo. Era previsible, a esto ya estoy acostumbrado. La estancia se ve como un quirófano, en el techo hay una gran lámpara orientable y la mesa de autopsias está perfectamente equipada. En los armarios guardo todo el instrumental, limpio y ordenado. En la mesa auxiliar he dejado preparadas las herramientas que voy a necesitar.

Le doy una percha y le hago un gesto con la barbilla, enseguida interpreta que le estoy pidiendo que se desnude. Siempre deducen que las llevo allí para persuadirlas y que lo que quiero es sexo. Si no es muy necesario nunca hablo con ellas. Cuando me entrega la percha con la ropa, aprovecho para coger a Sandrita y la coloco en la mesa; me acerco con el pie la mesita para alcanzar la jeringa y se la inyecto en el cuello. A los pocos segundos se queda quieta. Uno de los fármacos es una dosis muy baja de tranquilizante, no quiero en ningún momento que se duerman, la intención es que se sientan protagonistas del proceso y lo vivan con intensidad. La otra medicación es un bloqueante neuromuscular, lo suficiente para paralizarlas y no tener que atarlas, pero lo justo para que no les provoque un paro respiratorio, perdería toda la emoción; de suceder, también dispongo de un carro de paros para poder reanimarlas, está todo previsto.

LA ESCALERA DEL DIABLO. La cara oculta del monstruo (FINALIZADA)Waar verhalen tot leven komen. Ontdek het nu