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Elías

En la sala de ordenadores, le enseño quién es Laia M. Otra niñata de dieciséis años que solo se mete con chicos. Uno de sus comentarios fue: No se atreverán a hacerme nada para que no los llamen machistas. En una ocasión, empujó a uno de sus compañeros tirándolo al suelo. El chico, al levantarse, le devolvió el empujón pero con demasiada suavidad.

—¡Mira, este va de machito alfa!  —Se burló de él frente a todos, haciendo gestos y ademanes para ridiculizar al muchacho.

Otra observación de mal gusto, provocando las risotadas del resto de cobardes que presenciaron la escena. Situaciones como esta, lideradas por Laia, eran frecuentes, con constantes y repetidos abusos hacia varios de sus compañeros. 

Durante un par de horas, Emma observa con atención la pantalla y estudia minuciosamente las redes sociales, revisando comentarios de todo tipo.

—Es una vanidosa engreída —dice Emma—. Por lo que leo, no hay ni un solo comentario que deje entrever algún tipo de remordimiento o arrepentimiento por lo que ha hecho. Varios alumnos han cambiado de escuela por su culpa y fíjate en lo que dice sobre el único que no lo ha hecho —comenta, dejando de observar la pantalla para mirarme—: Ese, o sale por piernas del colegio o me corto una mano, como que me llamo Laia. Es mala, mala... —murmura, volviendo a centrar su atención en la pantalla.

A diferencia de otras ocasiones, esta vez no estoy pendiente de la computadora, sino de Emma. Cuando vuelve a mirarme, le sonrío con satisfacción. Me siento orgulloso de ella; ha seguido mis pasos a la perfección, ha examinado detenidamente las redes sociales en busca de algún indicio de empatía hacia las víctimas o algún rastro de contrición por sus acciones. Algo que la haga merecedora de una segunda oportunidad pero, al igual que yo en su día, no encuentra nada. Llevo mucho tiempo detrás de Laia y sabía que Emma tampoco hallaría ningún comentario que indique un cambio de actitud por parte de la niñata; al contrario, ha empeorado. Sin embargo, siempre hay que realizar una búsqueda de última hora, intentando dar con algo que te permita posponer un desenlace fatal. Como siempre, no ha habido suerte.

—¿Nos vamos de caza? —me pregunta con picardía, apartando su atención de la pantalla para centrarla en mí.

—¿Nos? —pregunto quedándome pensativo mientras Emma me observa—. Emma, sabes que no puedo dejarte salir de aquí.

—¿Aún no confías en mí? —me pregunta.

—Claro que confío en ti, y para que tengas la certeza de que lo que te estoy diciendo es cierto, te daré los códigos de todas las puertas, excepto el de la salida. Por seguridad, ese no te lo proporcionaré. También te enseñaré qué código deberás introducir para desactivar el programa de vacío del búnker en caso de que algo me suceda. Como ves, podrías matarme y pedir ayuda desde esta sala.

—¿En serio? Entonces, ¿por qué no me dejas acompañarte? —pregunta con cierta tristeza en su rostro.

—Por seguridad, mi ángel. No solo porque podrían detenerme si me ven contigo, sino también porque llegados a este punto, podrían involucrarte como cómplice —le explico mientras acaricio su rostro con mis dedos—. El Síndrome de Estocolmo no es ningún atenuante —murmuro.

Emma se queda pensativa unos segundos y me pregunta si a ella la están buscando. Le comento que aún no, pero que es cuestión de tiempo que su padre se dé cuenta de que algo no va bien y dé la voz de alarma. En ese momento, Black salta sobre la mesa, realizando contoneos y golpecitos con su cabeza para llamar nuestra atención. Ronronea y busca mimos, pisando el teclado como si supiera qué teclas tocar; accidentalmente, abre una pestaña oculta con las últimas noticias, revelando que se ha declarado el secreto de sumario de Beatriz P. y también de Pol G.

LA ESCALERA DEL DIABLO. La cara oculta del monstruo (FINALIZADA)Место, где живут истории. Откройте их для себя