CAPÍTULO 21

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No sabía porque Mancini no se había marchado, pero en ese momento era lo de menos, tenía cosas más importantes en las que debía de pensar

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No sabía porque Mancini no se había marchado, pero en ese momento era lo de menos, tenía cosas más importantes en las que debía de pensar.

Lleve mi cabeza hacia tras e inhalé con fuerza buscando un poco de calma para poder afrontar la situación como la hermana mayor que era. No tenía idea de cómo íbamos a organizarnos para salir adelante con todo, pero algo se me ocurriría.

Me senté junto a mi hermana y la abracé, ella correspondió y se aferró a mí llorando de manera desconsolada. Estaba devastada y era entendible. Seguía siendo una niña que a veces tenía que vivir la vida de adulta sin serlo. Era lo que nos toco, ambas habíamos tenido que madurar porque la vida nos lo exigió, porque era la única manera de salir a flote después de todo lo que habíamos pasado. La perdida de mi padre y de todo lo que teníamos había marcado un antes y un después en nuestras vidas.

—¿Qué vamos a hacer? —hipo sobre mi hombro.

—Vamos a cuidarla, vamos a estar para ella y todo estará bien —respondí con un nudo en la garganta mientras lágrimas silenciosas descendían por mis mejillas.

Debía ser fuerte, debía de ser el soporte de mi familia y buscar soluciones.

Después de varios minutos mi hermana se calmó y pudimos entrar al cubículo en el que permanecía mi madre. Entramos en silencio, tomadas de la mano y yo sentía que mi corazón se saldría de mi pecho. Un enorme nudo se me instaló en la garganta y me era difícil respirar con normalidad.

Mire el cuerpo de mi madre sobre la camilla de hospital, conectada a varios aparatos que emitían un pitido molesto. Sus ojos estabas cerrados, parecía dormida, aunque el médico nos había advertido que estaba bajo los efectos de medicamentos muy fuertes y que eso lo mantendría un poco somnolienta.

Me daba vergüenza mirarla a la cara, sentía que no era digna de estar frente a ella, pero la necesitaba. Necesitaba a la mujer que me dio la vida, necesitaba sus brazos y escuchar de su boca que todo estaría bien. No pasaría, ella no quería verme, se negaba a siquiera dirigirme la palabra y me estaba matando.

—Ana —llamó mi madre con la voz aguda.

—Estoy aquí, mamá —se acercó y tomo la mano izquierda de mi madre entre sus manos—. Me he asustado tanto —confesó llorando.

—Tranquila, pequeña —le dijo de manera conciliadora—, voy a estar bien.

Pero aquellas palabras solo hicieron que mi hermana se abrazara al cuerpo débil de mi madre y llorara como una niña pequeña sobre su regazo. Mi madre empezó a acariciarle la cabeza con lentitud y suavidad, como si tuviese miedo de romperla. La mire soltar lágrimas silenciosas y suspirar. Entonces, lo entendí. Ella era consciente de su estado de salud.

—Madre —le llame en una súplica.

Alzó la mirada y sus ojos enrojecidos se encontraron con los míos, pero no me miró como miro a Ana hacia tan solo unos minutos. Su mirada era severa, dura, casi como una bala que atravesaba mi pecho y destrozaba mi corazón en miles de pedacitos.

Una Peligrosa PropuestaWo Geschichten leben. Entdecke jetzt