Capítulo 2

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Sus cosas no habían sido difíciles de ordenar en aquella buhardilla inmensa.

De hecho, le sobraba más de medio armario después de colgar su ropa, y ninguno de sus trajes le parecía adecuado para trabajar. Rio recordándose a sí mismo apenas una semana antes, empaquetando diligentemente ropa que—ahora lo sabía—haría estallar al resto de empleados en carcajadas. Había metido un cepillo de dientes, desodorante, jabón y espuma de afeitar en un neceser, y había dejado en el fondo de la maleta el ordenador portátil al que había vivido unido durante demasiados años, y que no quería volver a ver en mucho tiempo. No tenía más pertenencias que pudieran llenar aquel espacio catedralicio; no tenía espacio para ellas en su antiguo apartamento. No tenía libros con los que llenar las estanterías de madera de roble. No tenía fotos que colocar en el salón. Ni siquiera sabía qué hacer con la maravillosa bañera de porcelana que lo esperaba en el baño. Y todavía era por la mañana.

Doreen, la cocinera, era una mujer de mediana edad y vivos ojos azules, que llevaba un impoluto traje de cocina blanco y el pelo recogido. No pareció demasiado sorprendida de verlo allí y saltó a la acción enseguida; le enseñó cada rincón de la cocina, rigurosa, y lo guio por todo el arsenal de limpieza que se escondía en uno de los grandes armarios del recibidor. Louis entendió al instante que él también debía usar lo que Doreen llamó "puerta del servicio" y que daba directamente al porche.

Ella pareció darse cuenta de lo perdido que estaba, pero fue lo suficientemente generosa como para explicarle la rutina de la empleada anterior sin hacer mayores comentarios. Su horario se ceñía al de los cuatro hermanos y sus mujeres; arreglar las habitaciones temprano por las mañanas y dejar limpias y ordenadas las zonas comunes antes de la cena. Trabajar rápido en las habitaciones cuando estuvieran vacías y no estorbar cuando estuvieran cerradas. Ser visto lo menos posible. Era un trabajo de fantasma, pensó para sí mientras ella acababa de enseñarle las majestuosas decoraciones de la entrada, que debía limpiar subiéndose a una escalera—apartó ese pensamiento aterrador de su cabeza para preocuparse por ello más tarde—y le encantaba la idea.

Para su alivio, sí que había ropa de trabajo para él; negra, elástica y discreta, le recordó a los uniformes de los camareros que solían hacerle un café para llevar—expreso, doble de azúcar, sin leche—todas las mañanas. Su imagen en el espejo del recibidor, uniformado y con el pelo revuelto, lo hizo reír. Ya no tenía que preocuparse por arrugar el traje al sentarse.


Dedicó la primera mañana a limpiar la planta baja; Niall había insistido en que tenía prioridad absoluta. Aspirar, barrer, fregar, pasar el polvo. Ni siquiera tenía claro qué se hacía primero, pero nunca había admitido abiertamente no tener ni idea de cómo hacer algo en su trabajo y no iba a empezar ahora.

Le llevó un buen rato sólo aspirar la enorme alfombra del salón y el suelo. El aspirador pesaba una barbaridad y parecía recién salido de los años 50, pero el único botón que tenía lo salvó de la vergüenza de tener que preguntar cómo funcionaba. Recordaba los mudos, atareados empleados de la empresa externa de limpieza que solía ocuparse de su apartamento. Dos horas a la semana bastaban para mantener su antiguo hogar presentable durante las escasas horas que pasaba allí. Aquí, apostaba a que no le llegarían para aspirar la casa completa.

Encontró una enorme mopa envuelta en trapos y la usó para abrillantar el suelo. Estaba sudando para cuando acabó, pero la madera relucía. Observó los resultados con los brazos en jarras; le dolían.

Volvió a la cocina. Doreen daba forma a una masa sobre la encimera de mármol mientras vigilaba un trozo de carne rodeada de hierbas y patatas en el horno; le hizo un gesto para que se acercase.

—¿Qué opinas?

Se encogió de hombros. Su experiencia en la cocina se limitaba a rebañar envases de comida preparada.

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