Capítulo 38

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Louis se despertó temprano, como siempre.

Pero el ambiente en su habitación era distinto. No oía ni un solo pájaro; nadie revolvía en los pisos de abajo. No se oía el murmullo de los primeros coches llegando a la finca. Ningún depósito de agua llenándose lentamente con un bufido suave. Y desde luego ningún vaquero somnoliento levantándose a su lado con un gruñido. El único ruido era el tráfico lejano a través de sus ventanas.

Abrió los ojos; no estaba en el rancho. Estaba en el suelo del salón. Cogió aire inconscientemente al mirar a su alrededor; las paredes parecían cernirse sobre él como un laberinto. Ni rastro del techo abuhardillado de su apartamento, de la amplitud luminosa del dormitorio de Harry. Ningún ventanal. Ningún balcón que abrir para dejar entrar el aire tostado por el sol.

Nunca se había dado cuenta de lo claustrofóbico que era todo en la ciudad; el apartamento de su madre, un apartamento anticuado y encajonado, apenas tenía 80 metros cuadrados. El salón, donde también comían, no tenía espacio suficiente como para que más de dos personas se movieran con comodidad, así que era su madre quien traía las bandejas de comida desde la cocina, mientras su hermana servía estirándose con dificultad sobre la mesa.

Nunca se le habría ocurrido cuestionar nada de aquello. Pero intentó ahora imaginarse los pasos rápidos de Ellie moviéndose entre aquellos muebles encajados como puzles, a Harry avanzando a zancadas por el pasillo angosto de la entrada. En el rancho los suelos de madera pulida eran infinitos; allí la mopa que usaba para abrillantarlos ni siquiera le cabría por las puertas.


Su madre insistió en salir de compras; volver a la muchedumbre, a la música por megafonía, a los escaparates brillantes y al ritmo mecánico del metro se sentía como despertar de un sueño letárgico y agradable.

Compró perfume para Lottie, ropa para sus hermanas pequeñas, una pequeña botella de brandy para Tony, el marido de su madre. Conocía perfectamente ese juego; recordaba hacer la totalidad de sus compras navideñas en veinte minutos en un año especialmente ajetreado—aunque era verdad que había sido su asistente personal quien se había encargado de envolverlos. Él había tenido que coger un avión a Hong Kong para una reunión con los clientes favoritos de su jefe.

Henry, se llamaba. Era alto, extremadamente eficiente, con un tono de voz que apenas superaba el susurro y una permanente tablet en la mano con la que controlaba todo; su horario, sus billetes de avión, su menú semanal, sus emails, la bolsa de Tokio y su cartera de clientes, clasificada por colores. Con un atractivo simétrico y aséptico que nunca había conseguido cautivarlo. ¿Qué demonios sería de él?

—Son muy graciosos. —Volvió a la realidad; su madre señalaba cinco maniquís ataviados con coloridos jerseys navideños; eran de colores chillones y casi todos tenían cascabeles bordados. Uno de ellos se iluminaba con luces verdes y otro prometía hacer sonar villancicos al apretar la nariz de un reno bordado en 3D.

Louis soltó una media risa.

—Lottie sólo usa moda recién llegada de Milán —la informó—. Me temo que no le gustará a no ser que antes se lo haya puesto Rihanna.

—¿No te gustaría comprarlos a juegos para todos y usarlos en Nochebuena? —Su madre no se daba por vencida; avanzó hacia ellos y descubrió una isla llena de modelos coloridos—. ¡Mira cuántos tienen!

Louis contuvo un gruñido y la siguió; estaba sujetando uno con enormes bastones de caramelo bordados en lentejuelas.

—No sé si es el enfoque que les gustará a las niñas, mamá —insistió, pero su frase fue perdiendo fuelle a medida que la decía.

Country roadsWhere stories live. Discover now