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Desperté algo tenso

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Desperté algo tenso. El despertador sonaba repetidas veces y rebotaba continuamente en mi cabeza, quien se encontraba vacía en ese momento, o más bien llena de sueños que no podía recordar aunque quisiera. Gruñendo apagué la alarma de mi teléfono, cerré mis ojos con fuerza e intenté seguir durmiendo otros cinco minutos. No logré más que escuchar la casa meciendo y las maderas crujiendo gracias a la tormenta que se había formado desde la medianoche.

Un rayo cayó cerca de la casa. Abrí un ojo para ver como mi habitación se iluminaba de aquella luz blanca. Cada vez los estruendos se alejaban más, pero la tormenta no se estaba yendo.

Me levanté y miré por la ventana. Las gotas eran enormes y rompían contra la calle con fuerza. Había poca luz y aquello me recordó a la noche en que mi papá se había ido. Las mismas condiciones climáticas me recordaban aquel trauma. 

Mi madre entró a la habitación sin tocar. No dije nada, aunque estaba demasiado molesto de que siguiera haciéndolo, a pesar de que en varias ocasiones me había quejado por ello. Ya estaba grande como para que entrara sin pedir permiso, ¿qué pasaba si me encontraba haciendo algo privado? 

—Oh, ya has despertado —murmuró notando mi ceja levantada—. ¿Hoy tienes algo importante en la escuela? He pensado que podrías faltar. En los días de lluvia casi nadie va. Quizá sea mejor que te quedes en casa, ¿no te parece, niño?

Creo que los dieciséis años que llevaba con vida gritaban que dejara de llamarme niño. Lo ignoré. Soy bueno en ello, dejando que las cosas pasen y no pensar lo suficiente en ellas. Al menos no me gustaba ser la clase de chico agresivo que se llevaba todo por delante. No me importaba ceder. Verdaderamente, ya no me molestaba por intentar cambiar las cosas. Me había convertido en un chico tranquilo y silencioso, casi invisible.

Antes andaba dando golpizas por todos lados. Así resolvía todo los problemas. Golpizas y gritos. Luego me dijeron que ello podría deberse a ataques de agresividad, lo cual derivaba a medicamentos y terapia. Y cuando supe que mamá no podría pagarme pastillas para controlarlo y que lloraba sintiéndose una pésima madre por no comprarme la medicación adecuada, por mi cuenta deje de comportarme como idiota. Después de todo, fue un diagnostico demasiado apresurado. De igual forma no quería causar más problemas de los que ya tenía. Aunque a veces reaccionaba de forma indebida.

—No quiero faltar. —murmuré levantando los hombros, en verdad quería ir a la escuela, no porque sea un lujo de sitio. Quería ir a estudiar aunque sea raro.

Mi escuela era una mierda. Una maldita basura que enseñaba a los adolescente a como ser el mayor idiota del universo. Era una escuela de niño ricos, eso explica bastante todo. Escuela de adinerados creídos que se dedican a ver como tu uniforme es el mismo que llevabas el año pasado y que tus zapatillas estaban gastadas por los usos diarios. Y claro, yo era el jodido pobre al que todos temían. Todos creían que haría un tiroteo, llevaría una bomba o algo así, solo porque ellos tenían lo que yo no: Dinero.

Si no fuera por una beca, jamás hubiese entrado allí. De igual forma, tampoco la beca fue gracias a mis buenas notas, a un futuro prometedor o a mi comportamiento excelente. Fue el intento desesperado de mi tío paterno de tener aún contacto con nuestra familia, a pesar de que debió ponerse de rodillas para conseguir un sitio allí, era buena publicidad sobre la gran generosidad de los directivos. Mi tío era profesor de química y física, pero aún así nos ayudaba con cualquier asignatura a mi hermano y a mí para que no nos atrasemos.

—Está bien. Si quieres ir, creo que tendré que despertar a tu hermano—dijo ella—. Cosa que no es una tarea sencilla. Oh, gracias a Dios que tú no saliste tan dormilón y perezoso.

Sonrió falsamente.

Tomé el uniforme y me lo puse sin ganas. Me sentía tan diferente dentro de él. Camisa blanca, pantalones marrones claros, chaqueta negra con el escudo de la escuela en un costado, zapatos marrones y la maldita corbata negra. Me sentía como un empresario, un idiota que seguía siempre las reglas. Un esclavo...

Salí de la habitación y me dirigí hacía la cocina comedor. Leo, mi hermano me esperaba con una mala cara, mientras que revisaba su teléfono para mandarle un mensaje a su noviecita. Para luego mandarle a la otra, después a la otra y así hasta llegar a todas las chicas con las que coquetea que pensaban que tenían cierta exclusividad con él. 

—Por fin sales de allí. —masculló.

Tenía que admitir que a él le sentaba bien el uniforme. Mi hermano siempre fue mejor que yo en todo. Con las chicas, con los deportes, con las notas... No, con las notas no. Pero en todo lo demás, siempre fui su sombra. Yo no es que estaba mal físicamente tampoco. Solo que él era perfectamente el idiota con la que todas quisieran al menos un momento de atención. Era capaz de darte todo lo que quieras y siempre enredarte en sus cosas. Egocéntrico y manipulador. Y yo ni si quiera sabía como comunicarme con los demás humanos.

—No tenía idea de que creciste tanto. —musitó mirándome de pie a cabeza, ya me había visto pero no con tanta atención.

Todo el verano estuve en la casa de mi tío y su esposa. Necesitaba paz por todo el caos que mis padres armaban. Las peleas no se censuraban, me había cansado de ello y de que fuera mi culpa. Simplemente decidí irme hasta que mamá llamó llorando para que volviera. Esa noche él se fue y ella dejo de ponerse rímel para tapar los hematomas.

Tomé mi mochila y miré a Leo esperando que quisiera irse ya.

Ni si quiera salude a mamá cuando me fui. Simplemente no podía hacerlo.

Lágrimas azulesWhere stories live. Discover now